MAGAZÍN D'INVESTGACIÓ PERIODÍSTICA (iniciat el 1960 com AUCA satírica.. per M.Capdevila a classe de F.E.N.)
-VINCIT OMNIA VERITAS -
VOLTAIRE: "El temps fa justícia i posa a cadascú al seu lloc.."- "No aniràs mai a dormir..sense ampliar el teu magí"
"La història l'escriu qui guanya".. així.. "El poble que no coneix la seva història... es veurà obligat a repetir-la.."
20-12-2013 (6886 lectures) | Categoria: Articles |
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Pasado el terreno abrupto, árido y estéril de las ascendencias genealógicas conjeturales, henos ya en campo llano, fértil y firme. El tatarabuelo de Miguel de Cervantes Saavedra llamóse Pedro DÃaz de Cervantes, que debió de nacer a principios del siglo XV, últimos años del reinado de don Enrique III el Doliente o comienzos de la minoridad de don Juan II de Castilla. De él no hay otras referencias sino las suministradas por su hijo Ruy DÃaz de Cervantes, quien en un poder general, otorgado en Córdoba el 22 de Mayo de 1500, a favor de Fernando de Ribera, «para en sus pleitos e negocios», declara ser «fijo de Pedro Dias de Çeruantes que Dios (h)aya». Firman como testigos Luis de Cárdenas, jurado de la collación de Santa MarÃa, y Rodrigo Alfón, vecinos moradores de la misma ciudad (1). -[34]-  -[35]- Que dicho Ruy o Rodrigo DÃaz de Cervantes es el verdadero bisabuelo paterno del autor del Quijote (y Pedro, por lo tanto, el tatarabuelo), se verá después, por la carta de pago del licenciado Juan de Cervantes a su suegro, donde confiesa ser «fijo de Rui Dias de Cervantes», y éste le sirve de testigo. En fin, que el licenciado Juan sea el padre del cirujano Rodrigo, padre a su vez del PrÃncipe de nuestros Ingenios, ya no necesita demostración, como cosa probada antes de nosotros. AsÃ, pues, la lÃnea paterna del gran Cervantes queda establecida desde el tatarabuelo. Mas volvamos aún sobre el bisabuelo Ruy. Este Rodrigo DÃaz de Cervantes, que ha venido confundiéndose cor un Rodrigo de Cervantes sin profesión conocida y con otro Ruy Fernández de Cervantes o Rodrigo de Cervantes, bachiller (1) (todos tres coetáneos -[36]- -[37]-  y avecindados en la collación de San Nicolás de la Villa), era trapero, o sea comerciante en paños, nacido hacia 1435. Existen documentos suyos, inéditos (que insertamos en las anotaciones), otorgados ya en Córdoba en 1463. Ignórase el nombre de su madre. Él se casó con doña Catalina de -[38]- Cabrera, y tuvieron por hijos a Catalina de Cervantes (1), a MarÃa de Cervantes, monja en el convento de Jesús Crucificado, fallecida hacia 1548 (2), y a Juan de Cervantes, abogado, que casó con doña Leonor Fernández de -[39]- Torreblanca, abuelos paternos del autor del Quijote. Posiblemente fué también hijo suyo fray Rodrigo de Cervantes (1), y con mucha probabilidad, un Miguel DÃaz, del que hablaremos después. Estas familias poseÃan bienes de fortuna, pues se trasluce que los Torreblancas, los Cervantes y los Cabreras vivÃan con cierta ostentación. Ahora, no se confundan con algunos homónimos nobles, que, para evitarlo, conviene señalar. De la estirpe de los Cabreras de ilustre prosapia, nada más elocuente que la Casa de Cabrera en Córdoba (2). Bastará citar a Juan Alonso Cabrera, que casó con doña Leonor de Escamilla y tuvieron a doña Marina Cabrera. De los Torreblanca, a don Lope Gutierre de Torreblanca, desposado en 6 de Enero de 1600 con doña Francisca de Saavedra y Carrillo, hija de don MartÃn de Saavedra y Caicedo y de doña Francisca -[40]- -[41]- de Saavedra (1), Asimismo son dignas de mención Inés de Cabrera, esposa del célebre caballero cordobés don Lope de Sosa (el de La Cena de Baltasar del Alcázar), alguacil mayor de Jaén y gobernador de la Gran Canaria; y Ana e Isabel de Cabrera, las hermanas del famoso orador sagrado fray Alonso de Cabrera, aunque no de tan elevada alcurnia, pues se prodigó este apellido de Cabrera en familias de la clase media y aun de condición humilde. Del Nobiliario de Córdoba (2) se infiere no sólo los enlaces de los Torreblancas con los Saavedras, sino de éstos con los Cabreras. Y a mi ver fué de aquÃ, de Córdoba, de donde tomó su segundo apellido nuestro PrÃncipe de los Ingenios para ostentar nobleza de sangre. Pero ni es posible demostrar que doña Catalina de Cabrera, cuya genealogÃa, hasta hoy, se ignora, perteneciese a esta clase noble, ni tampoco que los DÃaz de Torreblanca procedan del ilustre linaje de los Torreblancas que tuvieron por tronco al caballero navarro Fernando o Andrés Alonso de Torreblanca, servidor de los reyes don Juan II y don Enrique IV y alcaide de Cabra. Aparte de esta lÃnea noble y de solar conocido, abundaron mucho las familias de apellido Torreblanca en Córdoba durante los siglos XV y XVI. De una de ellas provenÃa el padre de doña Leonor, bachiller Juan DÃaz de Torreblanca, médico y cirujano (3), que matrimonió con Isabel -[42]- Fernández y aparece como hijo mayor de los cinco de su padre, Rodrigo DÃaz de Torreblanca, y su mujer MarÃa Alonso (1), casada luego en segundas nupcias con el médico maestre Juan Sánchez (2). -[43]- Dicha Isabel Fernández era hija del rico mercader Diego MartÃnez y de su esposa Juana Fernández. Diego MartÃnez, hijo de un Luis MartÃnez, tuvo, además de Isabel, tercero de sus hijos, otros cuatro vástagos (1). -[44]- Nada sabemos de los hermanos, caso de haber existido, del tatarabuelo de Cervantes, Pedro DÃaz de Cervantes; de su profesión, naturaleza, etcétera. Asimismo su hijo Rodrigo debió de tener algún hermano llamado Pedro DÃaz de Cervantes, a tenor de la tradición familiar de repetir los nombres de padres a hijos; pero no se halla rastro de él. Ni tampoco de un Andrés DÃaz de Cervantes, que pudo existir igualmente, por la misma razón. Porque el nombre se reproduce en el hijo menor del licenciado Juan de Cervantes y en los hijos mayores de Rodrigo de Cervantes (Andrés y doña Andrea), hermanos de nuestro Manco inmortal. Rodrigo DÃaz de Cervantes serÃa natural de Córdoba (1), aunque por la Ãndole de su profesión algunas veces se ausentase de ella. Las acémilas de que en 1515 se desprende su hijo el licenciado Juan, también pañero, como él, parecen indicio de que extendÃan su comercio de paños con auxilio de sus criados, en tiempo de ferias, por los pueblos de la comarca: -[45]- negocio que, puesta la vista en más altos destinos, debió de liquidar el propio Juan al fallecimiento de su padre. Éste murió, ya muy viejo, pasado el año de 1506 y antes de 1515 (1). -[46]- HabÃa vivido toda la interesantÃsima y agitada vida cordobesa de la segunda mitad del siglo precedente y morÃa satisfecho con la reputación de su hijo Juan, muy joven nombrado abogado de la Inquisición. De las relaciones que con ella tuvieron los Cervantes. se preció siempre la familia. El propio Miguel declarará un dÃa «ser hijo e nieto de personas que han sido familiares del Santo Oficio de Córdoba» (1). Precisamente lo que más resalta de la vida de Córdoba en los finales del siglo XV y albores del XVI son las luchas entre populares y judÃos, y las derivaciones jurÃdicas subsiguientes al decreto de expulsión. Ya en 1473, un año antes de iniciarse el glorioso reinado de los Reyes Católicos, habÃa presenciado Rodrigo DÃaz de Cervantes los sangrientos sucesos, alborotos, crÃmenes, saqueos e incendios del populacho contra los conversos, de que fué la primera vÃctima un Torreblanca. -[47]- Era el 14 de Marzo. La ciudad, desde tiempo anterior, hallábase dividida en dos partidos: el de los cristianos viejos, que acaudillaban el conde de Cabra, don Diego Fernández y el obispo don Pedro de Córdoba v Solier; y el de los cristianos nuevos, o conversos, patrocinado por el famoso don Alfonso de Aguilar, hermano del célebre Gonzalo Fernández de Córdoba, más tarde Gran Capitán. y actor también en los tristes episodios. HabÃase fundado una CofradÃa de la Caridad, y de ella quedaron excluidos los conversos. CaÃa el 14 de Marzo en domingo segundo de Cuaresma, y los cofrades habÃan dispuesto una procesión de gran aparato para solemnizar el establecimiento de su CofradÃa, bajo la advocación de la Madre de Dios. ReÃa ya la Primavera en el cielo andaluz y afloraba pujante en los campos que fertiliza el Guadalquivir. Córdoba disponÃase a exteriorizar su fe. Era corregidor don Francisco de Valdés, alcalde Alfonso Pérez Saavedra y alguacil mayor Gonzalo de Godoy. Desde muy temprano las calles que habÃa de recorrer la procesión aparecieron sembradas de flores; y los muros de las casas, cubiertos de ricos tapices. En balcones y ajimeces, quitadas las habituales celosÃas, lucÃan su gala y hermosura las incomparables hijas de Córdoba. El júbilo y esplendor universal sólo veÃanse turbados por el imprudente retraimiento de los conversos: sus moradas aparecÃan cerradas y sin colgaduras. Al llegar la procesión a la calle de la HerrerÃa, no lejos de la catedral, un clamor de la muchedumbre advirtió de algo extraño. De la casa de cierto converso rico, una jovencita arrojó inadvertidamente un jarro de agua. El incidente se hubiera esclarecido sin consecuencias; pero el herrero Alonso RodrÃguez, dando gritos de que eran orines y no agua, vaciados de intento para ofender a Nuestra Señora, incitaba a la muchedumbre a vengarse. Intervino Pedro de Torreblanca, escudero del alcaide de los donceles, y trató de convencer al RodrÃguez de que era agua lo vertido. Mas no estaban los ánimos para ponerse a discutir, como en la venta de don Quijote, si la bacÃa era o no yelmo, o si la albarda era o no jaez, y el herrero, ciego de furor, por toda respuesta, asestó una cuchillada a Torreblanca. Fué la señal y principio del motÃn, de la matanza y del incendio. Desde aquel instante no hubo desmán ni crimen que no se cometiera por el populacho. A ellos siguieron el robo y el pillaje, que durante tres dÃas enlutaron a Córdoba. Don Alfonso de Aguilar, su hermano Gonzalo Fernández de Córdoba, y algunos hombres de armas de su casa, corrieron a dominar la bárbara revuelta. Hallaron a Alonso RodrÃguez, al frente de los levantiscos, en el Rastro. El de Aguilar le intimó a retirarse; pero el herrero le contestó con atroces insultos, que ofendieron la nobleza del prócer. Éste se lanzó sobre -[48]- RodrÃguez y le pasó de parte a parte con su lanza. Trabóse terrible contienda con los revoltosos, que dieron a huir y acogerse al patio del convento de San Francisco; pero Aguilar y su hermano cerraron con ellos, y acuchillándoles sus hombres de armas, creyeron dominado el motÃn. Con el nuevo dÃa, la situación vino a empeorar. Mediaban antiguos agravios entre don Alfonso y don Diego de Aguayo, caballero principal de Córdoba. Vió éste ocasión propicia para satisfacerse, y concitó a las masas populares contra su rival. Recogieron los amotinados el cadáver del herrero, lleváronle en procesión lúgubre a San Lorenzo y le tributaron los honores del martirio. Una muchedumbre de veinte mil personas se congregó al intento. Excitada, renováronse las escenas de exterminio. Fueron pasadas a sangre y fuego muchas casas de las calles de Santa MarÃa de Gracia, San Pablo, San Lorenzo, la RoperÃa, los Marmolejos, la Feria, la CurtidurÃa, la AlcaicerÃa, la PlaterÃa y otras. También saquearon la Aljama. En el sitio en que cayó RodrÃguez, la CofradÃa puso la llamada Cruz del Rastro, que perseveró durante más de tres siglos en Córdoba.
Don Alfonso, impotente para dominar la revuelta, o no queriendo agravarla más, retiróse al Alcázar, y allà recogió a los conversos y judÃos que pudieron seguirle, para substraerles a las iras de los exaltados. Al cabo de cuatro dÃas, cesó el saqueo, «cansada la rabia popular», dice una crónica de la época, y ordenóse el destierro inmediato de Córdoba de los conversos que escaparon con vida. Salió también desterrado don Alfonso de Aguilar y llevóse consigo a los conversos y judÃos refugiados en el Alcázar. Los que no pudieron acompañarle, dice otra crónica, «fueron despojados en los caminos, sin ninguna conmiseración, asà de las haciendas como de las vidas». Reprobóse la conducta de don Alfonso; mas él se excusó, afirmando su sincero catolicismo, y el haber obrado de aquella suerte por espÃritu de caridad. Con todo, no pudo impedir las censuras eclesiásticas. Más tarde fué, como es sabido, el héroe que tantos dÃas de gloria dió a su -[49]- patria en la conquista de Granada y que sacrificó su vida, peleando en las Alpujarras, por la religión de sus mayores (1). Los sucesos de Córdoba, a que se halló presente el cronista Alfonso de Palencia, extendiéronse, con la misma desolación y matanza, a Montoro, Bujalance, Adamuz, la Rambla, Santaella y otros lugares del obispado. No se habló de otra cosa durante mucho tiempo en la ciudad de los Califas. El pañero Rodrigo DÃaz de Cervantes, bisabuelo de Miguel, vivÃa entonces en la colación de San Bartolomé y tenÃa ya varios hijos de su mujer doña Catalina de Cabrera. Pronto nacerÃa el abuelo Juan. Tres años más tarde y como perduraran los malos resabios de tiempos precedentes, los Reyes Católicos establecÃan la Inquisición. No habÃa sólo que purificar la fe, era preciso también limpiar de bandoleros el paÃs, y otros tres años después instituiase la Santa Hermandad. Fernando e Isabel seguÃan incansables. Necesitaban aún borrar la gran afrenta de la conquista musulmana: echar a los invasores. Y vino el año 1492, y con él la caÃda de Granada... Pero corremos al mercado antes que nuestro caballo. TodavÃa Córdoba, desde donde parten las postreras y felices campañas de la Reconquista, ha de recabar poderosamente nuestra atención. Un hombre de humilde atavÃo, alto de cuerpo y altivo de presencia, rubicundo y pecoso, la tez encendida y en los ojos la llama del genio, llega a la antigua capital del Califato el 20 de Enero de 1486. Es Cristóbal Colón, nuncio de cosas extraordinarias. Desde su llegada de Portugal y conocimiento con fray Juan Pérez en la Rábida, ha errado en pretensiones por Huelva, por Sevilla, por el Puerto de Santa MarÃa. Busca un valedor y tres o cuatro naves con que emprender una nueva ruta a la India por Occidente. Los que le oyen quedan atónitos. ¿Se tratará de un italiano burlador? Muchos por tal le tienen. Solicita el auxilio del duque de Medinasidonia, quien rechaza la empresa y le despide sin apelación. Desanimado, desde Sevilla quiere pasar a Francia. En Sevilla se relaciona con mercaderes y banqueros paisanos, genoveses unos, florentinos otros, como Juanoto Berardi. Alientan su pretensión y le introducen con don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli. El duque escucha al Navegante, le disuade -[50]- -[51]- de que pase a Francia y acepta el proyecto. Acogido en su casa del Puerto de Santa MarÃa, el prócer ordena que se construyan tres o cuatro carabelas bajo su inspección y se le suministre lo necesario para una larga travesÃa. Todo se acomete con rapidez. Colón ve acercarse la realización de sus sueños: las naves llegan a tener colocadas las quillas. En este lapso de tiempo, que dura casi dos años, la noticia de la expedición va extendiéndose, alcanza a la corte; unos se mofan, otros inquieren con curiosidad; el rumor crece y se abulta en alas de mil conjeturas y fantasÃas: el duque proyecta una expedición inusitada. Murmúrase, en fin. A Medinaceli, entonces, le asaltan escrúpulos y reparos. Sin permiso de los Reyes no puede realizar tal empresa. Está procediendo a espaldas suyas. Entrevé la negativa del permiso y aun el posible disgusto de los monarcas. Inmediatamente manda suspenderlo todo, desiste del proyecto y ofrece el asunto a Sus Altezas, como más propio de ellos que de él (1). A este fin, escribe desde Rota a la Reina Isabel. La respuesta de la soberana es que le envÃe a Colón a Córdoba. El genovés recibe la grata nueva de que el negocio se transfiere a la corona de España y sale en dirección a la corte con un pliego del duque para la Reina, en el cual don Luis la suplica que, pues él no quiso «tentar» la empresa y la aderezaba para su servicio, le hiciera merced y parte de ella, y que la carga y des-carga del negocio fuese en el Puerto de Santa MarÃa. Lleva también Colón, seguramente, cartas de Berardi y otros italianos, desde Sevilla, para Luis de Santángel, para el contador mayor Alonso de Quintanilla, para los mercaderes genoveses SpÃndola, para los boticarios Lucian y Leonardo de Esbarroya... No se le oculta al Nauta la dificultad de los tiempos, de duro estruendo militar, ni que la movilidad de la corte es mucha, para atender a otros negocios. La guerra de Granada se intensifica, recélase una probable lucha con Francia por la restitución del Rosellón y la Cerdaña; no ha terminado la organización de Castilla ni la sumisión total de Aragón; se prevé la intervención en Navarra. Cuando el Descubridor llega a Córdoba, todavÃa no han regresado los Reyes, que invernan en Alcalá de Henares. En aquel preciso 20 de Enero se encuentran en Madrid. Esto le dará tiempo para orientarse, preparar -[52]- -[53]- la favorable acogida a su proyecto, adquirir amigos que lo apoyen, procurar convencer a quienes no lo encuentren asequible. Gran emoción debió de causarle la ciudad. En Córdoba iba a verifÃcarse la entrevista cuyos resultados harÃan cambiar la faz del Universo. ¡Córdoba! ¡Séneca! He aquà el nombre que continuamente llevaba en la imaginación. Porque antes que él concibiera el asombroso Proyecto, ya lo habÃa profetizado Séneca muchos siglos atrás. Todo Córdoba hablaba por Séneca, y todos sus pensamientos afluÃan a este pasaje de la Medea: «Vendrá un tiempo, en el curso de los siglos, en que el Océano ensanche los limites de las cosas y se descubra un inmenso continente: entonces Tetis (reina de las ondas) revelará nuevos mundos, y Tule (Islandia) no será ya la última de las tierras» (1). Ese tiempo habÃa llegado. Córdoba, pues, ejercÃa en el Nauta una singular fascinación. Los Reyes retrasan su vuelta, a causa de acontecimientos imprevistos. Colón aguarda y confÃa. Transcurren los meses de Febrero, Marzo y casi todo Abril. Los Spindola y los Esbarroya han debido de proporcionarle relaciones de amistad. Isabel y Fernando, después del 23 de Enero, en que todavÃa están en Madrid, van a Segovia, de allà a Medina del Campo, pasan a Toledo y Alba de Tormes, se dirigen después a Béjar, y, finalmente, por Guadalupe, llegan a Córdoba el 28 de Abril. La entrevista no se dilata. Colón suplica a sus favorecedores, que vienen con el cortejo real, a Quintanilla, a Santángel. El propio cardenal González de Mendoza le negocia la entrevista con Sus Altezas. La fecha queda fijada. En la segunda semana de Mayo, según nuestras conjeturas (la Historia no concreta el dÃa), Colón se presentó en Palacio con la carta del duque de Medinaceli. Otorgada licencia para hablar, expuso su proyecto con elocuencia, pero sin claridad bastante. Le oyeron los Reyes (en sentir de Las Casas) «con benignidad y alegre rostro», y acordaron «cometer el asunto a letrados». Después la Reina encarga a Alonso de Quintanilla escriba a Medinaceli, diciéndole que ha recibido a Colón; que no tiene el negocio por muy cierto; pero que, si se acertase, ella darÃa parte de la  -[54]- -[55]- empresa al duque. Al propio tiempo, el Rey sometió el asunto al prior de Prado (fray Hernando de Talavera), «para que con los más hábiles cosmógrafos confiriesen con Colón». Pocos dÃas después, hacia el 18 de Mayo, el mismo Rey partió de la ciudad y se apoderaba de Loja el lunes, 28. Colón esperó en Córdoba la constitución de la Junta, y selló en el Ãnterin nuevas relaciones, entre ellas con los ascendientes de Cervantes que ya conocemos: el maestre Juan Sánchez, el bachiller Juan DÃaz de Torreblanca, quizá el propio Rodrigo DÃaz de Cervantes, Pedro y Fernando Ruiz Tocino: todos ellos emparentados y amigos Ãntimos de los Esbarroya y los EnrÃquez de Harana. Del trato con unos Otros, surgirá su conocimiento con esta última familia, y de ella sus relaciones amorosas con Beatriz. Los cosmógrafos llamáronle al cabo y confirieron con él muchas veces. Colón habló y habló, sin explicarse mucho, «dando razones y autoridades (dice su hijo don Fernando) para que tuviesen la empresa por posible, aunque callando las más urgentes, porque no le acaeciese lo que con el rey de Portugal». Preguntáronle en qué se apoyaba. Señaló por causas de su proyecto: los fundamentos naturales, la autoridad de los escritores y los indicios de los navegantes. No podÃa extenderse a más. La Junta emitió informe desfavorable; pero con algunos votos en contra, como el del P. Marchena. De suerte, que no hubo unanimidad. Ello bastó para que el dictamen no pesara en el buen ánimo de los Reyes; y asÃ, a su retorno a Córdoba, responden a Colón que se hallaban impedidos de entrar en nuevas empresas, por estar empeñados en muchas guerras y conquistas; «pero que con el tiempo habrÃa mejor ocasión para examinar sus proposiciones y tratar de lo que ofrecÃa». No era disculpa. Acababa de estallar en Galicia la rebelión del conde de Lemos. A sofocarla partieron Fernando e Isabel: la desarticuló su sola presencia. Entretanto, fray Diego de Deza, molesto por el parecer de la Junta, hacia reunir las Conferencias de Salamanca. Colón fué oÃdo ahora por eminentes personalidades. Repitió sus argumentos. No se explayó tampoco; mas bastaron sus razones para conseguir un informe favorable. Cuando en el invierno de aquel año llegan los Reyes a Salamanca, de retorno de Galicia, todo ha cambiado. Fray Diego y otros convencidos, con Quintanilla y Santángel, aconsejan el proyecto a los monarcas. Y por eso éstos, al regreso en Febrero de 1487 a Córdoba para emprender el sitio de Vélez Málaga, insisten en decir a Colón, por medio del tesorero Francisco González de Sevilla, que «cuando las circunstancias lo permitieran, se ocuparÃan detenidamente de su pretensión». En 5 de Mayo ordenan que se le entreguen los primeros tres mil maravedÃs. Desde aquel instante Cristóbal Colón está oficialmente al servicio de los reyes de España. No es nuestro propósito registrar todas las vicisitudes de la empresa del -[56]- -[57]- Descubridor, sino sus estancias en Córdoba, en relación con los ascendientes de Cervantes, sobre todo con aquel maestre Juan, «buena persona», como dice Fernández de Oviedo, que le conoció; y porque en una visión de Córdoba en las postrimerÃas del siglo XV, no podÃa eludirse el principal escenario que tuvo la iniciación del Descubrimiento de América.
Todo aquel año de 1487 permaneció Colón en Córdoba, excepto una breve escapada, llamado por los soberanos al Real (al cerco de Málaga), no se sabe con qué designio, en 27 de Agosto, para lo cual le libran 4.000 maravedÃs, sobre 3.000 más entregados el 3 de Julio. En 10 de Octubre recibe otros 4.000 y se encuentra de nuevo en Córdoba. Corresponde esta época a sus amores con Beatriz. En el Real hay  -[58]- Publicación en Palos, en 1492, de la orden relativa al armamento de las carabelas de Colón. -[59]- burlones de su proyecto, y Córdoba parece entenderle mejor. Le sirve de refugio y de oasis. Beatriz EnrÃquez de Harana es a la sazón una linda cordobesa, lugareña, pero culta, de unos veinte años, que vino con su hermano Pedro a la capital desde el pueblecito de Santa MarÃa de Trassierra. Ahora se halla bajo la tutela de su tÃo Rodrigo. Su primo Diego de Harana es ya gran amigo de Colón.
Ningún campo más abonado que Córdoba, siempre de alma romántica, para el germen de las fantasÃas del Navegante. En casa de los SpÃndola, en las boticas de los Esbarroya, Colón debió de explanar muchas veces su empresa ante ellos y los médicos maestre Juan y su hijastro DÃaz de Torreblanca, ante los Ruiz Tocino y el trapero DÃaz de Cervantes, ante los EnrÃquez de Harana, emparentados unos, amigos todos. Colón, que más que descubrir un Nuevo Mundo (y eso no lo sospechó jamás) se tropezó con él; que, si acaso no navegó con los papeles de otro, resultó un instrumento de la Providencia (y este último color, como hombre discreto, dió él a su Hazaña), Colón, digo, narrarÃa, sobre los muchos azares en sus largos años de navegación, aquellas monstruosas fábulas del Cipango, del Catay y del Gran Khan; aquella singularÃsima ciudad de Quisay y sus diez puentes de piedra mármol; los templos y casas reales cobijados de oro puro, con otra enorme cáfila de dislates leÃdos en -[60]- -[61]- Toscanelli y Marco Polo, que hacÃan desconfiar de su empresa y provocaban los donaires de los cortesanos. Beatriz, al oÃrle, quedarÃa prendida y prendada de su facundia y maravillosos relatos. Sólo un afecto admirativo podÃa inspirar Colón, ya en la cincuentena. Seducida Beatriz, semejantes amorÃos no encadenaron (afortunadamente) al cauto genovés, que parece no vivÃa sino para su proyecto, y prosigue, con la misma fe ciega, sus gestiones cerca de los Reyes. Mas a estas dulzuras, envueltas en cautelas, sucede pronto un trance pesimista. Don Cristóbal no cumple su palabra de matrimonio: no la cumplirá nunca. Pedro, el hermano de Beatriz, afrentado, huye de Córdoba. Colón quiere también huir. No queda otra salida a su amor. No la ve tampoco a su proyecto, siempre demorado, Y toma una determinación radical. Es una jugarreta a los Reyes Católicos, bien poco digna. Olvidando los agravios que recibiera en Portugal, escribe al rey don Juan II, proponÃendole reanudar las negociaciones, el cual le contesta desde AvÃs en 20 de Marzo de 1488. ¿Sintió el Nauta rubor? Se ignora. Lo cierto es que tres meses más tarde, en 16 de Junio, no lo tiene para recibir de los buenos Reyes de España otros 3.000 maravedÃs con que sustentarse, cobrados probablemente en Murcia. Beatriz da a luz a don Fernando Colón el 15 de Agosto. No son ocasión oportuna para que el genovés se ausente de España los momentos en que los goces de la paternidad, sea cual fuere el afecto que mostrase por Beatriz, le sujetan en Córdoba. Mas Beatriz es, al cabo, abandonada. En 12 de Mayo de 1489 regresan los Reyes a Córdoba, desde Valladolid, y expiden una real célula para que se aposente a Colón y a los suyos (a sus hermanos) en buenas posadas «que non sean mesones, sin dineros», y que los mantenimientos se les den a los precios corrientes. Agregado al cuartel general, concurre al asedio de Baza, tomada en 4 de Diciembre. Y nada concreto sábese de él en los años de 1490 y 1491. Ocúpase en viajar por España, a fin de adquirir noticias convenientes al desarrollo de sus planes; y para atender a su subsistencia, se dedica a «mercader de libros de estampa», o sea, a corredor de libros impresos. ¿Vuelve a Córdoba antes de 1492? Es de creer. Conviene advertir que aunque los Reyes no entraran en Granada hasta la fecha memorable del 2 de Enero de 1492, la entrega de la ciudad habÃase acordado en 25 de Noviembre de 1491. Desde entonces, libres del cuidado de la guerra, Fernando e Isabel tratan de cumplir a Colón las promesas tantas veces ofrecidas. La ruptura de negociaciones que hubo hasta la concordia y firma de las Capitulaciones de Santa Fe, no se debió a ellos, sino al carácter intransigente, o, si se quiere, a la admirable entereza de ánimo del Descubridor, que nunca cedió en sus pretensiones. Pero que, como advirtió el perspicacÃsimo Rey Católico, hallábanse en pugna con las leyes de España. -[62]- He aquà de nuevo a Colón en Córdoba en vÃsperas de su primer viaje a la que el ingrato mundo llamará un dÃa América. Viene a restañar heridas, suavizar asperezas, consolar a su burlada amante, reconciliarse con sus parientes, ver a su hijo don Fernando y preparar el cobijo del otro, don Diego, trayéndole desde la Rábida al lado de Beatriz, para que complete sus estudios. Pronostica toda suerte de bienandanzas. Abona su conducta la importancia de la empresa. Las riquezas fabulosas del Cipango y del Catay serán en seguida el epÃlogo venturoso de los dÃas de escasez y de infortunio pasados. TodavÃa le cree Beatriz. Viene, al propio tiempo, con ofertas y a despedirse de los amigos. Nombra a Diego de Harana alguacil mayor de la Armada y se lleva de capellán a fray Juan Infante, sacerdote que dirá la primera misa celebrada en Indias, vicario a la sazón del convento de la Merced, donde se aloja. Extraordinario fué el caso de maestre Juan Sánchez. Cobró tal afecto a Colón, que, no obstante su edad, quiso seguirle a lo desconocido. Dejaba a su familia en buena posición y excelentemente casados a sus hijos. Trataron tal vez de disuadirle los Torreblanca, los Cervantes, los Esbarroya, los Spindola, los Ruiz Tocino. Inútilmente. Le deslumbró la gran aventura. Lisonjeóle el ir de persona de confianza de Colón. Y arrostró los peligros del mar ignorado. Después tuvo el triste fin, en compañÃa de Diego de Harana, de perecer, con los treinta y nueve hombres que dejó el Descubridor en la isla y fortaleza de La Navidad, a manos de los indios de Caonabo. Mientras tanto, Colón regresaba a España con la nueva genial e inaudita de su Descubrimiento. Era el acontecimiento más trascendental de la Humanidad desde la venida de Cristo (1).  Â
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