25-07-2014  (4934 lectures) Categoria: Marina

Barcos ingleses vs. invencible

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Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra
Luis Astrana Marín
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Capítulo
L

 

Primeros contratiempos de la Armada Invencible.—Llegada a La Coruña y reorganización.—Número de barcos y fuerzas de las flotas española e inglesa.—Escaramuzas.—Temor de los ingleses al abordaje.—La Armada en Calais.—La acción frente a Gravelinas.—Actitud culpable de Alejandro Farnesio.—Se acaban las municiones en ambas flotas.—La escuadra inglesa desaparece.

 

A la vez que fueron sucediéndose las comisiones referidas, Cervantes, como España entera, tuvo puestas su atención y su ansiedad en los acontecimientos de la gran Armada. Las muchas semanas sin noticias y la contradicción de ellas, no dejaron de producir inquietud. Corrió la voz de que don Álvaro de Bazán, al saber el nombramiento del duque de Medina Sidonia, dijo, enfermo ya de pena: «¡Oh, mala guerra es!», y murió despechado y triste (1). Y el cronista Cabrera de Córdoba escribe que Alejandro Farnesio propuso al Rey, por conducto suyo y del capitán Castro, su camarero, que se suspendiera la salida de la Armada del puerto de Lisboa. «No admitió la suspensión (añade) Su Majestad, y yo le dije mirase que el juntarse la armada de Flandes con la de España no era posible, porque los galeones pescaban (2) veinticinco pies y treinta de agua, y en aquellos mares de -[272]- Dunquerque en algunas leguas no los había; y no habiendo de estar tan arrendados (1) para no dar en los bancos de arena, con maestrales (2) se tendrían muy a lo largo, y entre nuestra armada y la de Flandes podría estar otra del enemigo que pescase menos agua que la de España, para no dejar salir la del de Parma, sin alcanzar nuestra artillería de la armada y plazas a batilla y apartalla; y consistiendo la jornada en esta unión y no pudiéndose hacer, no se haría la jornada, y Su Majestad perdería tiempo y expensas y aventuraba en mares y canales bajos y de furiosas corrientes por el desemboque de grandísimos ríos, las mayores fuerzas de su monarquía y de la cristiandad, sin tener puerto para asegurarse» (3).

Desprecióse la advertencia, causa quizá de la actitud remisa y culpable que adoptó después Alejandro Farnesio.

Salida la Armada de la barra de Lisboa, a 10 de Junio el duque de Medina comunica ya al Rey un contratiempo: a la urca David Chico se le ha roto el árbol mayor y no puede seguir; por ende, las vituallas vienen podridas y hay que arrojarlas al mar (4). Son aquellas vituallas con que, según dijimos, los pícaros tenedores de bastimentos engañaban y defraudaban al marqués de Santa Cruz, amparados por la camarilla del Rey. No quedaron sin castigo sus autores, pero ya era tarde. Al mismo tiempo el Duque avisaba a Farnesio su deseo vehemente de unirse pronto con él, por ser el intento de Su Majestad juntar sus fuerzas; «y así, me ha mandado que, sin torcer camino, ni hacer más que desembarazar el paso si hubiere quien me le embarace, me vaya a buscar a Vuestra Excelencia y le avise, en entrando en la costa de Inglaterra, dónde me hallo, para que Vuestra Excelencia pueda salir con su Armada». Teme le falte el agua (5).

El 13 de Junio navega a la vista del cabo de Finisterre (6); el 14 vuelve a pedir vituallas, por estar corrompidas las pocas que le quedan (7), y el 19 se ve obligado, según él por falta de agua y de bastimentos, a entrar con parte de la flota en el puerto de La Coruña (8). Empero, no habiendo comunicado esta resolución, ni dado ningunas órdenes, entraron solamente cuarenta bajeles y la capitana; y como aquella misma noche y al otro día se levantara un fuerte viento del Sudoeste con cerrazón grande, el -[273]- resto de la Armada, sin saber a qué atenerse, entró en los puertos inmediatos y sufrió completa dispersión (1). Unas naves corrieron hacia la Tercera, otras hacia Asturias, Guipúzcoa e islas Sorlingas. Fué el primer desbarate de la Armada, por la incapacidad del Duque. Pues pudiendo, precisamente ayudada del temporal, en vez de resistirlo, haber llegado a Inglaterra en tres jornadas, perdió el tiempo en La Coruña, hasta el extremo de invertir sesenta y nueve días desde que salió de Lisboa hasta arribar a Calais (2).

Este accidente dió tiempo a prepararse al enemigo. Los galeones sufrieron muchas averías. Don Alonso de Leyva fué a parar con diez u once barcos al puerto de Vivero; las galeazas Patrona y Zúñiga aportaron sobre Gijón muy trabajadas. A la galeaza San Lorenzo se le rompió el bauprés; de la Girona hubo que sacar el bizcocho, mojado, y calafatearla; al galeón San Felipe, desclavarle el espolón y calafatearle la proa, y al San Marcos, lo mismo. La galera Julia y el San Cristóbal hacían agua; a la almiranta de Oquendo fué menester arreglar el mástil de proa y proveerla de veinte quintales de cordaje para jarcias. La Santa María de la Rosa llegó hecha un desastre, sin árbol mayor ni aparejos, vela, entena y gavia, áncoras, cables ni vitualla alguna; y la carabela Nuestra Señora de la Asunción, con la verga mayor rota y el mástil del trinquete sentido. En fin, La Rata y otras carecían de anclas y cables. Algunos marineros se ahogaron (3).

Felipe II, en 28 de Junio, comunica a Medina Sidonia que no se aflija por lo sucedido, pues considerando que pudiera acaecer en peores mares, «paresce que ha sido guiado por mano de Nuestro Señor»; que se informe de los daños sufridos, se repongan los bastimentos, se dé carne fresca a la gente y se cuide a los enfermos. Él, por su parte, ha mandado prevenir vituallas en Lisboa, Vizcaya y Guipúzcoa, que, si no alcanzan a la Armada en La Coruña, las llevará en pos el general Sancho Pardo (4). El Duque le notifica el día 24 la falta de algunos navíos; y teme que la nueva del desbarate no tarde en llegar a Inglaterra y salgan corsarios a buscar las naves rezagadas (5). Le aterraba que viniese la flota inglesa a combatirle. Y -[274]- así, el mismo día propone al Rey que, visto el contratiempo de la Armada, desista de la empresa, remediando estos inconvenientes «con tomar algunos medios honrosos con los enemigos» (1).

Tales razones le dictaba el miedo. Y sin embargo, se reconocerá que, pues el Rey no le destituía, más le hubiera valido seguirlas que tolerarle. Primeramente hacíale notar que, dividida y maltratada la flota, «queda ba con tan poca fuerza, que es muy inferior a la del enemigo, según todos los que de esto saben lo dicen». Segundo, que los asuntos de Portugal y las Indias correrían mucho peligro, y los Estados de Flandes cobrarían ánimo, volviendo a levantarse, cuando vieran que la Armada había tenido mal suceso. Y tercero, y con ello injuriaba secretamente a Martínez de Recalde, a Oquendo, Bertendona, Bovadilla y demás jefes y oficiales, que Su Majestad no tenía sino «pocos o casi ninguno que entienda y sepa cumplir con las obligaciones de sus oficios». Y por si no bastara, añadía: «También la poca gente que tiene el duque de Parma ayuda mucho a lo que refiero».

Lo que Medina Sidonia deseaba a todo trance era volver a su casa de Sanlúcar y no combatir. Mejores razones, y no las medrosas, sino las sabias y prudentes, que no se le ocurrieron, hubieran sido advertir a don Felipe que a finales de Junio y necesitándose un mes para reparar los navíos, ya no era tiempo, a últimos de Julio, y menos en Agosto, de operar en aquellos mares. El solo aderezo de los bajeles que podía llevarse a cabo, como se llevó, no era razón suficiente para desistir de la jornada. Ni era tampoco razonable proponer que se tomasen medios honrosos con los enemigos, declarada la guerra y conociendo los ingleses la llegada de la flota a La Coruña: eso tuviera facciones de temor. Con aplazar la expedición para el año entrante, quedaba a salvo el honor del Rey... y exhausto el tesoro de la Reina de Inglaterra.

A 27 de Junio juntaba en el galeón San Martín a los mismos jefes a quienes el 24 injuriara, proponiéndoles si debía aguardarse en La Coruña al resto de la flota, o si sería mejor salir en su busca; y, en fin, si, visto que faltaban veintiocho naos, convenía hacer la jornada, para comunicarlo a Su Majestad (2). Es decir, proponía a los mismos generales calumniados sancionaran su deseo de volverse vergonzosamente. Y con maña presentaba la proposición, haciendo que votase en primer término el veedor don Jorge Manrique, su conchabado, a quien no correspondía semejante preferencia. Estuvieron presentes Juan Martínez de Recalde, Diego Flores de Valdés, don Pedro de Valdés, Miguel de Oquendo, don Hugo de -[275]- Moncada, Martín de Bertendona y los capitanes Juan de Velasco y Gaspar de Hermosilla. A todos pareció, menos al duque y al veedor, que debía reunirse toda la Armada en La Coruña y continuar la empresa, estando como estaban los ánimos de la gente «muy quietos y con la cierta esperanza de victoria que llevaban». Don Pedro de Valdés, siempre bravucón y temerario, singularizóse, diciendo que con los bajeles del puerto y los próximos había fuerza suficiente para ir al Canal, cuanto más que todos o casi todos los que faltaban se incorporarían, pues la tormenta no fué tan forzosa. Y pidió que su voto se enviase al Rey, cosa que contrarió enormemente al Duque, pero que no pudo impedir. Incluso Valdés lo comunicó a Su Majestad, consignando que desde entonces no le miraba el de Medina Sidonia con buenos ojos (1).

No se dió Felipe II por entendido, y escribió al Duque, amorosamente, que no desistía de la empresa; que se recogiesen las naos esparcidas, se repararan volando y prosiguiera la jornada, aunque faltasen catorce o quince (2). Pero Medina Sidonia, con el pretexto de la disminución de los barcos, volvía al sistema de las dilaciones. Tuvo el Rey que apelar a la recomendación de Oquendo, Martínez de Recalde y Valdés, quienes insinuaron al monarca que la conducta del Duque murmurábase ya por la gente (3). Su Majestad, reunidas las naves y sin poner reparo en tantas pruebas de la incapacidad e irresolución de aquel hombre, volvió a escribirle congratulándose de que no se hubiera perdido ningún bajel. «Lo que vuestra diligencia (le añadía) ha valido con darles aviso y orden de recogerse, bien se ve, y no es nuevo para mí que la pongais tan grande en cosas de mi servicio, pues vivo seguro de lo mucho que en ello os desvelais» (4).

Por fin, tras arreglar las naves, aprestaronse las vituallas. Participó el Duque al Rey que todo estaba dispuesto, y la gente, contenta, había confesado y comulgado (5). Y el 22 de Julio salía de La Coruña, a los treinta y dos días de entrar y ciento veintidós de demora causada por su incompetencia (6).

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La Armada frente al cabo de Lizard, seguida después por la flota inglesa a la altura de Eddystone.
La Armada frente al cabo de Lizard, seguida después por la flota inglesa a la altura de Eddystone.
Arriba: miniatura de la reina Isabel.
(Grabado de John Pine, según H. Gravelot. 1739.—
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. núm. 4.993.)

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El 23, la Armada doblaba la punta de Ortiguera, con viento favorable (1). Iba mejor dispuesta que cuando salió de Lisboa, aunque con la desventaja del mucho tiempo perdido, y no poca merma de gente, pues llevaba antes a bordo 29.453 personas. Pero las tripulaciones hallábanse llenas de ardor y con ánimos de combatir. En siete días estuvo a la vista de Inglaterra.

A las cuatro de la tarde del 29 de Julio, con viento del Oeste y cielo claro, la flota descubría el cabo de Lizard. El Duque arboló en el tope de la gavia del galeón San Martín el estandarte con un Crucifijo y Nuestra Señora y la Magdalena a los lados, y mandó disparar tres piezas con orden de que se hiciera oración (2). Así lo escribía al Rey, quien le recomendaba la ocupación de un puerto enemigo, y principalmente el río de Londres (3).

Al atardecer del día siguiente, descubrióse a sotavento y amainada la flota inglesa. El alférez Juan Gil, en una pinaza de remo, acercóse a tierra enemiga y volvió a media noche con cuatro pescadores ingleses capturados, quienes dijeron, separadamente, ser de Falmouth y que en el puerto de Plymouth, a seis leguas de la Armada, hallábase la de la Reina, con sesenta bajeles al mando del gran Almirante, habiéndosele reunido poco después la de Francisco Drake, no sabían con cuántos (4).

Esto muestra que el mismo temporal que sobre La Coruña dispersó a parte de nuestros navíos, causó también averías a los de Inglaterra. Se vieron, pues, igualmente obligados a repararse en diferentes puertos; y como el Duque se entretuvo los treinta y dos días aludidos, creyóse que la Armada española se había retirado, aplazando la expedición para el año siguiente. La Reina, en seguida, a quien el apresto de naves estaba arruinando, mandó desarmar cinco de las mayores, y despidió la gente. Pero el almirante Howard, con más prudencia, quiso asegurarse del rumor y -[278]- procedió, por cuenta propia, a reconocer los puertos del golfo de Cantabria. Mientras lo verificaba, se fijó el viento al Sudoeste, y, temiendo lo aprovechasen los españoles, regresó al punto sin cumplir su cometido. No había hecho más que entrar en Plymouth cuando divisáronse las primeras velas de la Armada. El rumor era falso. Los monstruosos galeones de Felipe II estaban a la vista.

Si el malhadado duque de Medina Sidonia hubiera tenido decisión, al distinguir el cabo de Lizard, habría hecho alto y dispuesto el combate. Empero aquel mismo sábado, 30 de Julio, después de reunir el Consejo y en vez de «romper la fuerza que tuvieren (los enemigos) por la mar», como confesaba había de hacer (1), vuelve a escribir al Rey que su determinación es ir con la Armada hasta la isla de Wight, «y no pasar adelante hasta tener aviso del duque de Parma y saber el estado en que se halla con su armada; porque, si yo saliese de allí con ésta la costa de Flandes, no habiendo en toda ella puerto ni abrigo ninguno para estas naos, con el primer temporal que les diese las echaría a los bancos, donde sin ningún remedio se habrían de perder; y por excusar este peligro tan evidente, me ha parecido no pasar adelante de aquella isla hasta saber lo que el Duque hace, pues lo que se pretende es que al punto que yo llegue salga él con su armada, sin dar lugar a que yo le aguarde un momento, que en esto consiste todo el buen suceso de la jornada, y para que lo tenga entendido el Duque, le despacharé otra pinaza en entrando en el Canal, y en llegando a la isla Duich (Wight), otra; y yo estoy espantado de no haber tenido aviso suyo en tantos días; y en todo este viaje no se ha topado navío ni aun hombre de quien poder tomar lengua (2), y así, se va muy a ciegas» (3). ¡Y tan a ciegas! Pues ni Alejandro Farnesio quería reunírsele, ni él tenía ánimo de combatir, ni sabía ni le agradaba. Y era muy bueno, a su juicio, avanzar tranquilamente hacia aquella isla, a esperar noticias del sobrino del Rey, descubierta ya la escuadra de Howard.. . ¡Si hubiese estado allí el marqués de Santa Cruz! Pero el marqués de Santa Cruz no hubiera estado allí, por no ser ya tiempo de jornada; pues, como sabemos, era contrario a hacer la expedición en verano, a causa de reinar en aquella estación los vientos del Norte y Nordeste (que no tardarían en soplar), adversos a la navegación perseguida.

Después del contratiempo sufrido por ambas flotas, arregladas las averías y dispuestas las dos escuadras, la Armada nuestra componíase de los -[279]- navíos siguientes, sin contar algunos más que se le unieron a última hora: 11 de la Corona de Portugal, 16 del cargo de Diego Flores de Valdés, 13 de Juan Martínez de Recalde, 11 de don Pedro de Valdés, 14 de Miguel de Oquendo, 9 de Martín de Bertendona, 19 de Juan Gómez de Medina, 21 de Agustín de Ojeda, 9 carabelas con bastimentos, 4 galeazas de don Hugo de Moncada, otras 4 de Diego de Medrano y 7 falucas; total, 131, con 24.067 hombres, de ellos, 17.017 de gente de guerra (1).

Distaba, pues, mucho esta Armada de la concebida por el marqués de Santa Cruz (556 vasos marítimos, más 40 fragatas y 200 barcas para el desembarco, con 94.222 personas), que vimos en páginas anteriores. La del plan de don Álvaro, lanzada en los meses de Marzo o Abril, habría espantado con sola su presencia y su nombre. La del duque de Medina Sidonia era una mínima parte de aquélla, y arrojada con tiempo tardío, sin orden ni dirección.

El galeón San Martín iba, como sabemos, de nave capitana general; y de almiranta general, el San Juan. De capitana de la escuadra de Diego Flores de Valdés, el galeón San Cristóbal; de almiranta de Juan Martínez de Recalde, la nave Santiago, y de capitana de don Pedro de Valdés, la nao Nuestra Señora del Rosario. Miguel de Oquendo llevaba la Santa Ana, y Martín de Bertendona, la Regatona. Estos eran los seis principales navíos. Otros importantes llamábanse Duque de Florencia, San Francisco, Nuestra Señora de Begoña, etc.

La flota inglesa, contados los buques pequeños, más 43 guardacostas y 15 transportes de víveres, ascendía a 197 barcos, donde iban 15.787 personas. Los seis principales eran: el Ark Royal, capitana general de Lord Howard of Effingham; el Triumph, almiranta de Forbisher; el Tiger, mandado por Boston; el Griffin, de la sección de Drake; el Golden Lion, de Tomás Howard, y el White Bear, de Lord Sheffield. La almiranta de Drake se llamaba Revenge, y la contralmiranta de Hawkins, Victory (2). -[280]-

Don Alonso de Leyva regía La Rata Encoronada, nombre puesto a su nave en burla de la Reina Isabel.

Como hemos visto, el designio de la Armada no era, por el momento, combatir, a menos de hacerle frente el adversario, sino seguir adelante su ruta para unirse con el convoy (que no apareció jamás) de Alejandro Farnesio. Naturalmente, los enemigos tenderían a evitarlo.

Cuando los ingleses divisaron completamente nuestra flota, llenáronse de asombro. «No vió por ventura el Océano (escribe un autor coetáneo) espectáculo de mayor admiración. Extendíase la Armada española en forma de media luna (1) con inmensa distancia entre sus puntas. Los árboles, las entenas, las torreadas popas y proas, que en altura y número tan grande sobresalían a tanta máquina naval, causaban horror lleno de maravilla y ocasionaban duda si aquella campaña era de mar o de tierra, y si en muestra tan pomposa tenía más arte este o el otro elemento. Venía con movimiento espacioso, aun cuando traía llenas las velas, y casi parecía que gemían las ondas debajo de su peso y se cansaban los vientos de regirla» (2).

Otro autor, éste inglés y moderno, dice: «No había en toda la Armada de Inglaterra más que 19 piezas de 60 libras y 28 de 33, siendo el resto culebrinas, medias culebrinas, sacres, miñones, faltones y otros cañones pequeños. No se sabe cómo iban armados nuestros buques mercantes; pero considerado su tonelaje, los dos tercios, cuando menos, debían de servir de embarazo más que de otra cosa. De los de la Reina, los mejores, al -[281]- costado de los españoles, parecerían como balandras puestas al lado de navíos de tres puentes» (1). El autor exagera, pues el Ark Royal, el White Bear, el Triumph y algún otro medían de 800 a 1.100 toneladas. También exagera Leti, al apuntar que «tenían los costados de los galeones españoles cuatro y cinco pies de espesor, de modo que las balas de cañón no los pasaban, de no dispararse muy cerca», y que «los más pequeños montaban cincuenta cañones, y las galeazas eran de sorprendente belleza, estando adornadas de cámaras, torres, capillas y púlpitos para predicar» (2).

Nosotros llevábamos, ciertamente, la ventaja de la masa (a costa de la ligereza), que favorecía la resistencia y el choque. Los castillos altos con una y dos andanadas de cañones; las popas, levantadas y fuertes, hacían casi imposible el abordaje, porque desde allí barría la cubierta la arcabucería y la mosquetería. Pero los ingleses tenían superioridad en los cañones, como sabían muy bien Felipe II y los jefes de la Armada, pues además de manejarlos con suma rapidez, a diferencia de nosotros como de tres a uno en los tiros, sus piezas eran de mayor calibre, muchas de 60 y de 33 libras, mientras los de la artillería española no pasaban de 10, fuera de las galeazas, en cuya proa las había de 50 a 20 libras. Cuando en 1591 don Alonso de Bazán capturó sobre la isla de las Flores el Revenge, almiranta de Drake, pudo observar que tenía «cuarenta y tres piezas de bronce, las veinte [y una] de la cubierta baja, de 40 a 60 quintales, y las veintidós, de 20 a 30» (3). Por eso, las órdenes de la Reina a su escuadra eran no llegar nunca al abordaje con los galeones, ni acercarse a los mismos, sino disparar desde lo más lejos posible y salir huyendo.

La Armada, compuesta de tres secciones, cubría una línea, a modo de arco, de unas ocho millas de extensión. La sección primera, o vanguardia, estaba a las órdenes de don Alonso de Leyva; el centro o batalla, a las del duque de Medina Sidonia, y la retaguardia, a las de Martínez de Recalde. Inmediato a la costa, en el extremo de la izquierda, iba don Pedro de Valdés, reforzado con dos galeazas; y en el de la derecha, también reforzado con otras dos galeazas, Miguel de Oquendo. Por delante y fuera de esta línea, marchaban las urcas y pataches en pelotón.

Al distinguir los ingleses la imponente mole desde Plymouth, soplaba, como dijimos, el viento Sudoeste en la popa de las naves del Rey Católico. De haberlas dirigido el marqués de Santa Cruz, se hubiera lanzado como un rayo contra el enemigo. La ocasión era pintiparada y única. El viento embotellaba la flota de Lord Howard, sin posibilidad de hacerse a

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La Armada española a la altura de Plymouth.
La Armada española a la altura de Plymouth.
(Grabado de C. J. Visscher.—
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5.346.)

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la mar. Encerrados los ingleses, tuvieron por segura su pérdida, creyendo inminente el ataque. Así la vieron igualmente los generales del Consejo del Duque, quienes le significaron con alborozo que el destino ponía en sus manos la victoria. Pero éste no quiso aprovechar la ocasión, alegando que las instrucciones del Rey le impedían iniciar el combate. Su misión era marchar a reunirse con Alejandro Farnesio. Insistieron ardientemente Martínez de Recalde, Oquendo y los demás. Ante las circunstancias del viento favorable y hallarse acorralada y dividida la flota contraria, el objeto primordial era proceder a  su destrucción. Añadieron que el mismo Rey ordenara el ataque de hallarse presente, y que nada se lograría con seguir avanzando hacia la isla de Wight e introducirse en la estrechura del Canal, estando por conocerse si el duque de Parma se encontraba en disposición de salir. Y en cambio, la suerte deparaba la ocasión más propicia para poder aniquilar la mejor parte de la fuerza naval inglesa. Fueron inútiles las razones. Medina Sidonia se obstinó en que las órdenes reales (era incierto) no le permitían sino continuar navegando hasta unirse con el duque de Parma, y a ellas se atuvo.

Los ingleses, en tanto, extrañados de no ver el ataque y llenos de angustia por la fuerza del viento contrario, que les dificultaba grandemente toda maniobra, comenzaron poco a poco, trabajando a la espía, sacar sus navíos del puerto, operación en que invirtieron parte del día y de la noche (cuarenta horas), hasta conseguir ponerlos en vela.

Al anochecer del mismo 30 de Julio, la Armada llegaba frente a Plymouth, a dos leguas de distancia, en medio de una lluvia ligera y empujada casi por la popa por un viento del Oesudoeste. A través de la bruma vislumbró a algunos navíos contrarios. Se detuvo; pero no pudieron contarse por la cerrazón y llovizna, y siguió su marcha sin cuidarse poco ni mucho de la flota inglesa. Ésta, viendo pasar adelante el enemigo, apenas necesitó sino adentrarse en el mar e irse alargando en zigzag, para encontrarse a la espalda y a barlovento de los españoles. Jamás se registró un descuido tan insensato en la historia de la Marina. «Al ponerse el sol (dice un testigo presencial) descubrimos la Armada de la Reina de Inglaterra hacia la retaguardia nuestra, que se hacía a la mar» (1). Los ingleses daban gracias a Dios, por no haberse verificado el ataque de los españoles y por colocarles en situación tan ventajosa (2).

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El Tiger, barco de la escuadra inglesa, mandado por Boston.
El Tiger, barco de la escuadra inglesa, mandado por Boston.
(Grabado de C. J. Visscher.—
National Maritime Museum, Greenwich. S. E. 10, núm. 1.293.)

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A las dos de la madrugada del domingo 31 de Julio, el viento se había cambiado a Oesnoroeste en el paraje de Plymouth, y la luna rompía la niebla. La Armada proseguía su camino pausado desde la altura de Eddystone, descubriendo a la indecisa claridad que alboreaba la cresta de las olas, 80 navíos contrarios a barlovento y 11 a sotavento por la parte de tierra, con tres galeones grandes. Lord Howard adelantó una pinaza, que disparó su artillería a modo de desafío, y como tenía ganado el sobreviento, dividió su escuadra en dos columnas; y él por un lado y Drake por el otro, avanzaron por retaguardia para cañonear a los navíos retrasados. Rompieron el fuego con mucha prudencia y sin ánimo de comprometerse en ninguna acción de importancia. Simple tanteo y con intención de mantenerse a barlovento, si los galeones de la Armada les volvían el costado. La flota española se puso en orden. El San Martín colocó el estandarte real en el trinquete, y el enemigo pasó tirando cañonazos a la vanguardia de don Alonso de Leyva. Éste le resistió tan gallardamente, que se introdujo hasta la capitana inglesa y se cañoneó con toda la flota. Cargaron entonces los enemigos sobre el galeón San Mateo de don Diego Pimentel, que procuró abordar a la capitana. Lo mismo procuraba Martínez de Recalde con la retaguardia. Se batió solo, sin más ayuda que la nao Grangrin, con siete barcos enemigos, los cuales no se atrevieron a embestirle, aunque le derribaron el estay del San Juan y dieron dos cañonazos en el árbol del trinquete. Acudieron el San Martín y otros galeones, y los ingleses, que presintieron el abordaje, se retiraron. Eran las diez de la mañana. Algunos navíos los persiguieron sin poder alcanzarlos. El Duque entonces tiró una pieza para recoger la Armada; ésta volvió a su formación y prosiguió su ruta, «no pudiendo hacer otra cosa (escribió aquél a Felipe II), por tener los enemigos ganado el viento y traer los bajeles muy veleros y tan bien gobernados, que hacían dellos lo que querían» (1).

En esta escaramuza, la almiranta de Recalde tiró ciento veinte cañonazos, y los demás navíos nuestros, como seiscientas balas. Los adversarios dispararon más de dos mil. Tuvimos siete muertos y treinta y un heridos. Las pérdidas inglesas no se publicaron nunca.

Varias cosas dignas de notarse advirtiéronse con este choque inicial. Primeramente, por parte de los enemigos, la pesadez de movimientos de los galeones y el designio de la Armada de seguir adelante sin interesarle, -[286]- de momento, combatir. Por parte de los españoles, la velocidad y ligereza de los navíos contrarios y la prudencia de los ingleses, no queriendo aferrarse ni usar más que los cañones y a cierta distancia. Se vió claro en la refriega de los siete buques (en uno de los cuales se dijo iba Drake) con solo la almiranta de Recalde. Después de dispararla tantos cañonazos, pudieron embestirla; pero, al intentarlo, fué tal la carga de la mosquetería que recibieron, que les espantó y huyeron precipitadamente. Algunos de aquellos bajeles debieron de tener muchos muertos y heridos, porque los arcabuceros y mosqueteros de la Armada no erraban un tiro. En adelante, los ingleses procuraron siempre no ponerse al alcance de ellos, reafirmándose en las instrucciones que llevaban de evitar a toda costa el abordaje. Así, sus barcos se deslizaban bajo el vientre de los galeones, soltaban su andanada y huían. Un testigo presencial, el capitán Alonso Vanegas, escribe «Sus navíos eran muy ligeros y iban de la bolina como querían, muy aprestados para huir y alcanzar, y ansí, en todas las ocasiones que con nosotros tuvieron, huyeron de venir a las manos» (1).

Pero estaba dispuesto sin duda que la desgracia presidiera la expedición. En las primeras horas de la tarde de aquel mismo día, la nao Nuestra Señora del Rosario, capitana de don Pedro de Valdés, «soldado más plático y valeroso que venturoso» (2), chocó con la Santa Catalina, buque de su propia escuadra, que le rompió el bauprés y la vela del trinquete. Le fué forzoso, por tanto, retirarse del cuerpo de la batalla para reparar las averías, mientras la Armada anduvo hasta las cuatro de la tarde procurando ganar el barlovento al enemigo. A esta hora sucedió otra desgracia, de la que existen varias versiones. Según el Diario de Medina Sidonia. «se pegó fuego al almiranta de Oquendo en los barriles de la pólvora, y voló las dos cubiertas y el castillo de popa, en que iba el pagador general desta Armada con parte del dinero de S. M., y viendo el Duque que se quedaba este bajel, viró con su capitana la vuelta de esta nave, y tiró una pieza para que el Armada hiciese lo mismo, y mandó que acudiesen patajes a socorrella. Matóse el fuego, y el Armada del enemigo, que venía a la vuelta de esta nave, se detuvo viendo virar nuestra capitana, con lo que se cobró la nave y se metió en el cuerpo de la Armada». Esta es la verdad oficial. La nave era la almiranta de Oquendo, Santa María de la Rosa, y el pagador (que no pereció), Juan de Huerta. Parece ser que el capitán de la nave reprendió duramente, acusándole de traidor, a un artillero holandés por su -[287]- mal comportamiento en la refriega de la mañana; y despechado el artillero, incendió la popa y se lanzó al mar. Otros pintan el sucedido con caracteres novelescos. Forneron, que en su relato comete muchas inexactitudes, cree que el propio Oquendo golpeó al jefe de sus artilleros (1). En una relación se afirma que el artillero dijeron era inglés; que puso fuego a unos barriles de pólvora, voló la mitad o la mayor parte del navío y él se arrojó al agua y ahogóse; que pereció mucha gente, pues iban tres compañías en el navío, y entre ella la mujer e hijos del mismo artillero (2). En otra, en fin, se dice que « la gente se salvó sin poder remediar la nave» (3).

Mientras era socorrida y el enemigo se retiraba, la desgracia volvió a cernerse sobre don Pedro de Valdés. Tras habérsele roto a su barco el bauprés y vela del trinquete, y como el viento refrescara, cayó el trinquete sobre la entena del árbol mayor, y no quedándole otra vela que la mesana, impedido de navegar normalmente, fué rezagándose, al tiempo que anochecía.

Sucedió entonces un hecho censurado por todo el mundo. Dice el Duque en su Diario que «volvió a socorrerle para darle cabo, y aunque se hizo mucha diligencia, el tiempo ni la mar no dieron lugar a ello». Las mismas dificultades, parece, se ofrecían con la almirante de Oquendo, y, sin embargo, fué auxiliada, recogida e incorporada momentáneamente a la flota. Ya hemos apuntado que eran enemigos don Pedro de Valdés y su pariente Diego Flores de Valdés, y que, por ende, a aquél no le miraba con buenos ojos Medina Sidonia desde que votó en contra suya en el Consejo de generales. ¿Qué sucediõ entre el Duque y Diego Flores de Valdés cuando se trató de auxiliar a don Pedro? ¿Pusiéronse de acuerdo para perderle? No parece que Medina Sidonia abrigara tan ruin propósito; pero prestó su conformidad al dictamen de Diego Flores de Valdés. Éste le dijo, que, si amainaba para esperarlo, perdería la jornada, porque no era posible volver a ver su flota, por ir muy delantera, y a la mañana siguiente se hallaría con menos de la mitad; y que, teniendo el enemigo tan cerca, no debía aventurar la Armada por un bajel, aunque era de los más importantes. El Duque entonces ordenó que el capitán Ojeda con su capitana y la de Diego Flores, más cuatro pataches y una galeaza, quedasen en compañía de don Pedro de Valdés para procurar dar remolque a su nave Nuestra Señora del Rosario, o sacar la gente de ella y el dinero y hundirla. «Ni

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La Armada en su primera escaramuza con la flota inglesa.
La Armada en su primera escaramuza con la flota inglesa.
Captura por Drake del galeón, abandonado, de don Pedro de Valdés.—Arriba, entre el anverso y reverso
de una medalla: miniatura de Lord Howard of Effingham. Abajo: nombres de los jefes de la escuadra española.
(Grabado de John Pine, según H. Gravelot. 1739.—
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. núm. 4.993.)

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lo uno ni lo otro fué posible (agrega el Duque en su Diario), por la mucha mar y tiempo y ser noche». Y así, Medina Sidonia se incorporó a la Armada y ésta continuó su viaje.

Quedó solo, en medio de la noche, del recio viento y de la mar don Pedro de Valdés (1). Las Relaciones de los que iban en la Armada reprueban el abandono. Una advierte: «Acordaron de dejalle en manos del enemigo». Otra «Se quedó (la nave) sin quererla favorecer, pudiendo muy fácilmente. Dicen que de consejo se hizo el dejarla, e fué mal hecho». Otra: «Se pudo favorecer y no se quiso». Otra: «El enemigo tuvo más misericordia de Valdés que nosotros».

Firma, en documento inédito, de don Pedro de Valdés.
Firma, en documento inédito, de don Pedro de Valdés. Madrid, 3 de Febrero de 1580.

Iban con don Pedro de Valdés tres compañías de soldados viejos. El capitán Alonso Vanegas, arriba citado, escribe que «no llegó a don Pedro más de un patache, y él no quiso salvarse sin toda la gente». Y agrega «A esta hora anochecía, y se vieron venir la vuelta de él tres navíos del enemigo. Como fué noche, se oyeron once golpes de cañón que debían de batirle. Quedó la gente que iba en la capitana muy descontenta por lo que Diego Flores aconsejó al Duque. Llevaba este navío quinientas personas y cincuenta piezas de artillería y cincuenta mil ducados de su majestad para gastos de la Armada, y parte de la recámara del Duque, que, por ser buen navío, la había mandado llevar a él».

Según esta relación, tres barcos enemigos cañonearon, ya de noche, al galeón de Valdés, que no era el Santa Catalina, como por yerro escriben muchos historiadores, entre ellos Forneron, sino Nuestra Señora del Rosario; pero no parece cierto. Mucho menos es, antes clara mentira, lo que el P. Jerónimo de la Torre, que iba en la Armada, comunicó en carta al P. Maestro Alonso Daza, prepósito de Toledo, diciendo que aquella noche Valdés fué cercado por catorce galeones, contra los cuales peleó con su

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El Ark Royal, barco almirante de la escuadra inglesa, mandado por Lord Howard of Effingham.
El Ark Royal, barco almirante de la escuadra inglesa, mandado por Lord Howard of Effingham.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 2.246.)

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artillería de tal manera, que echó siete de ellos a fondo (1). Otra patraña es la que cuenta el P. Juan de Victoria en sus Apuntes mencionados, cap. 22, refiriendo que peleó, hasta que, de 800 hombres, sólo le quedaron 24, cifra que luego rectifica, reduciéndola a 13 (cap. 26), y por fin, que combatió «hasta no más, y, rasgando la encomienda del pecho», entregóse, tras echar a pique los siete barcos consabidos. Estrada, o Strada, y Antonio de Herrera se hacen también eco de que Valdés hizo frente, a pesar de su estado de inmovilidad, a los dos primeros galeones que se le acercaron, y que no arrió la bandera hasta la llegada de otros.

No hay nada de ello. La nave Nuestra Señora del Rosario, de 1.150 toneladas y 46 cañones, con 304 soldados y 118 marineros, no fué descubierta por el enemigo, cosa natural, hasta el amanecer. Entonces la rodea ron los ingleses, destacando Drake los buques Triumph y Victory e intimando su rendición. Parece que Valdés trató de poner condiciones a la entrega, pero no fueron admitidas y quedó prisionero, con el resto de los tripulantes. Presa excelente y a ninguna costa conseguida. Porque la nave era una de las mejores de la Armada. Además, los ingleses hallaron a bordo cincuenta mil ducados del Rey, y algo todavía más precioso, doscientos barriles de pólvora. Drake repartió el dinero entre su gente, a la que permitió el saqueo de cámaras y equipajes, y trasladó a su navío a Valdés, el cual le cumplimentó galantemente. Devolvióle el corsario la cortesía, y le dió puesto en su cámara y mesa. Después fué enviado a Darmouth y luego a Plymouth. La nave apresada, con todos sus prisioneros, pasó a Londres en exposición de trofeo, como si fuera para envanecer. Sus banderas, que no habían podido combatir, colecáronse en los muros de la catedral de San Pablo. «Tomaron ánimo los ingleses (dice Cabrera de Córdoba) con ver desamparado tan buen navío, por cuya conservación se podía aventurar el dar una batalla, pareciendo que caminaba la Armada sólamente a salvamento» (2). No creo que así lo estimasen, pues bien sabían que su ruta era dirigirse al encuentro del duque de Parma.

Fué grave error, en efecto, no socorrer a don Pedro de Valdés. Ahora, los referidos Apuntes del P. Juan de Victoria dicen que Medina Sidonia le remitió dos pinazas, «pidiéndole le enviase en ellas 50.000 ducados que llevaba del Rey, y él respondió que adonde se aventuraba su vida y de tantos caballeros e hidalgos como en su nao iban, bien se podían aventurar estos dineros». ¿Pasó así? La arrogancia estuviera bien, si los hubiese defendido. Porque su conducta pone dudoso que personalmente, a no ser -[292]- por la gente que llevaba, mereciera el riesgo de ser auxiliado. Aquel hombre duro, áspero de condición, habíase hecho un santelmo intratable, pretendiendo imponerse en el Consejo de los generales del Duque. Gozaba de escasas simpatías. Y en vez de buscar una muerte honrosa, combatiendo contra el adversario, que «un bajel (como decía el marqués de Santa Cruz) no está en su puesto más que cuando se halla en el fuego»; en vez de hundir su navío; en vez de arrojar al agua los 50.000 ducados del Rey y los doscientos barriles de pólvora, cobardemente dejó en poder de los ingleses barco, dineros y pólvora; pólvora, de que tan escaso andaba el enemigo y que pronto se empleó contra la Armada; para no servir su entrega sino de ludibrio en Londres. Se encarceló a Diego Flores de Valdés, única víctima, donde había otros más altos culpables (1), y él fué rescatado a los dieciocho meses, volviendo a Madrid. ¿Para ser ejecutado por su conducta indigna? No, para recibir la recompensa. Ni la traición contra don Lope de Figueroa en las Azores, ni la vergüenza que hizo sufrir a España en la jornada de Inglaterra impidieron que se le diesen nuevos cargos (2). En nuestros días...

Pero tornemos a la Armada. A primero de Agosto, lunes, el tiempo aparece bonancible, el cielo está claro y rizada la mar. Mientras Martínez de Recalde reparaba las averías de su navío, don Alonso de Leyva pasó con la vanguardia a reunirse con la retaguardia, formando un cuerpo con las dos, más tres galeazas y los galeones San Mateo, San Luis, Santiago y Duque de Florencia, en total unos cuarenta bajeles de lo mejor de la -[293]- Armada, para hacer rostro al enemigo. Quedó así dividida en dos, con cuya disposición, dijo Flores de Valdés, el enemigo no podría impedir que Medina Sidonia se uniera con Alejandro Farnesio. A la vez el Duque, despachó a sus sargentos mayores en pataches, tres a la vanguardia y otros tantos a la retaguardia, con orden escrita de que todos los capitanes guardasen su posta bajo pena de muerte. Parece que se murmuraba de la dirección y se temía la desobediencia (1). A las once, el capitán de la almiranta de Oquendo, la incendiada Santa María de la Rosa, comunicó que se iba a fondo sin poderse marinar. El Duque escribe en su Diario haber mandado «que se sacase el dinero de S. M. y la gente, y se echase a fondo la nave». Cabrera de Córdoba da por seguro que todo se cumplió. Pero una Relación de testigo presencial afirma: «Murió gran parte de la gente que allí venía, volada de la pólvora, y los que quedaron, tales, que era la mayor compasión del mundo. Dieron priesa a sacar alguna gente y a querer sacar el dinero del Rey, que allí llevaba 50 ó 60.000 ducados, y la gente que quedaba; y no se pudo remediar, por haberse abierto la nave con el fuego y hacer tanta agua, que estaba medio anegada, y así se quedó. Sacóse muy poca cosa y la más gente; y como el enemigo venía siempre media legua de nosotros, y de las cosas de la nave se podía haber tan poco provecho, determinaron de dejalla; y el enemigo, cebado, se vino a ella y estuvo saqueando lo que pudo» (2). Después la llevaron, según unos a Plymouth, a Weymouth según otros (3). A la tarde, el Duque envió al

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La Armada española a la altura de Portland.
La Armada española a la altura de Portland.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5.347.)

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alférez Juan Gil con un patache a comunicar a Farnesio el lugar en que se hallaba.

Aquel día el adversario no hostigó la retaguardia. Como la mar estaba tranquila y el viento en quietud, temió que las galeazas españolas aprovechasen la ventaja de los remos. A bordo del Ark Royal reuniéronse en Consejo, con el Almirante, Drake, Forbisher, Hawkins y otros jefes, proponiendo hacer frente a la Armada, visto que el intento de los españoles era sólo seguir adelante, sin empeñarse en ninguna acción, hasta reunirse con las fuerzas de Alejandro Farnesio para caer de una manera aplastante sobre Inglaterra. Lord Howard lo consideró una locura. Eso fuera dar gusto al enemigo, que anhelaba un combate de infantería. Por el contrario, al decir de un autor, persuadióles de lo mucho que importaba a Inglaterra «conservar la escuadra, en que consistía su única defensa, sin comprometerla en un combate que, perdido, entregaba al país y a sus familias al enemigo, al paso que, continuando como habían empezado, hostigando la retaguardia, recogiendo los rezagados y manteniendo a los otros en la intranquilidad, irían disminuyendo su fuerza, en tanto se presentaba cualquier oportunidad de obrar sin riesgo. La regla de conducta había de ser cañonear a prudente distancia, evitando cuidadosamente el abordaje, y retroceder, conservándose a barlovento, asi que el enemigo mostrara intención de generalizar la función» (1). Nada de imprudencias. Y las dos escuadras, como dos buenas amigas, una en pos de la otra, iban surcando tranquilamente el Canal.

Aquella noche, sin embargo, la falta de prudencia pudo ser funestísima para los ingleses. Llevaba Drake la vanguardia, encendido en su nave el fanal, para que sirviera de guía a las otras. Un grupo de naos mercantes alemanas marchaba en dirección Sudeste; y creyendo eran galeones de la Armada, que se apartaban de ella con cualquier designio, fué siguiendolos, tanteando codiciosamente la posibilidad de cañonear a algunos. Era la obscuridad grande, y Lord Howard, que no advirtió el movimiento, confundió el farol del San Martín con el de Drake. Tanto se acercó, en la certeza de que se trataba del navío de éste, que al romper el día y seguido sólamente del White Bear, mandado por Lord Sheffield, y del Mary Rose, regido por Fenton, se encontró mezclado en la retaguardia de Medina Sidonia. Los cronistas dicen que de su escuadra sólo distinguía en el horizonte los topes de las naves. El momento fué de angustia. De nuevo se vió embotellado, como en Plymouth y sin escape posible. Pero la Armada siguió su ruta, o por no descubrirlo, o por no tomar nadie la iniciativa de atacarlo; y el Ark Royal (según unos de 1.200 toneladas, según otros, de

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La Armada en la escaramuza con la flota inglesa sobre Portland.
La Armada en la escaramuza con la flota inglesa sobre Portland.
Arriba, entre el anverso y reverso de una medalla: miniatura de Sir Francis Drake.
(Grabado de John Pine, según H. Gravelot. 1739.—
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. núm. 5.212.)

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600), el White Bear (de 1.500 ó de 1.000) y el Mary Rose (de 600 ó 500) retiráronse insensiblemente sin ser cañoneados. Inexplicable parece. El Duque no lo consigna en su Diario, ni alude al suceso ninguno de los testigos presenciales que escribieron relaciones de la jornada. La fuente es inglesa y pudiera no pasar de simple invento. Lo positivo es que aquel día no hubo escaramuza, como hubiese calma.

El día siguiente, martes, 2 de Agosto, amaneció también con calma; y la flota enemiga, a sotavento. Esto produjo gran contrariedad en los ingleses, que hicieron todo lo posible por ganar el barlovento. Los españoles, en cambio, recibieron alegría. El aludido Alonso Vanegas, tripulante de la capitana, escribe que el deseo que tenían de lucha los valerosos corazones de Leyva, Oquendo y Martínez de Recalde no les dejaba reposar, buscando ocasión de venir a las manos con el adversario; «y pareciéndoles que se ofrecía ocasión para ello, estando la mar y viento en calma, hablaron al Duque, diciéndole que mandase a las galeazas que fuesen a cañonear ciertos navíos del enemigo que estaban separados de su flota, y con cualquier viento que viniese arribaría la Armada a socorrerlos y nosotros haríamos lo propio sobre ella, y ansí, vendríamos a las manos». El Duque dió bordo hacia tierra, procurando conservar el barlovento, seguido por las galeazas de vanguardia y el resto de la flota un poco atrás. Al aproximarse ambas escuadras a la isla de Portland, los ingleses, viendo que nuestra capitana se iba metiendo en tierra y que por aquella parte no podían ganar el viento, viraron, dando otro bordo, hacia el mar. Entonces nuestros bajeles, siempre a barlovento, acometieron con furia a los contrarios. El valeroso Martín de Bertendona, con su capitana, la nave Regazona, se lanzó sobre el Ark Royal de Howard, entrándole gallardamente para embestirlo; pero el Almirante inglés, viéndose a pique de ser abordado, le volvió la popa, huyendo a toda prisa. Llegaron cargando, con igual intención de abordaje, el marqués de Peñafiel con el galeón San Marcos; don Agustín Mejía, con San Luis, don Diego Pimentel, con San Mateo; don Francisco de Toledo, con San Felipe; don Diego Pacheco, con Santa Ana; don Diego Téllez Enríquez, con San Juan de Sicilia; Gaspar de Sousa, con el Duque de Florencia; Antonio Pereira, con Santiago; don Diego Enríquez, con el San Juan de Diego Flores, y don Alonso de Luzón con el Valencer, nave levantisca. Las galeazas, que iban de vanguardia, a remo y vela, juntáronse con el enemigo y alcanzaron algunos bajeles de la retaguardia escaramuzando con los nuestros. Pareció llegar el momento suspirado de pelear de poder a poder. Por todos los medios lo intentaron el Duque de Florencia, que anduvo de los más delanteros; la capitana de Ojeda, la Begoña de Garibay y el Juan Bautista de don Juan de Maldonado y don Luis de Maeda. Pero todo ayudó poco, porque no lograban tener a tiro de

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El Griffin, barco de la escuadra inglesa, de la sección de Drake.
El Griffin, barco de la escuadra inglesa, de la sección de Drake.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm.
5.348.)

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mosquete a los enemigos, los cuales, en viendo que los nuestros les cargaban y procuraban venir a las manos, alargábanse, recibiendo la carga con ventaja, por la ligereza de sus bajeles. Huyeron al cabo. Después, mudado el viento al Sursudoeste en su favor, volvieron, cargando sobre Martínez de Recalde, que estaba a retaguardia. Acudió en socorro don Alonso de Leyva, y el galeón San Martín, en medio de la batalla, navegó a dar calor a los galeones que andaban trabados en la retaguardia inglesa, apartados de ambas flotas. Reforzado Recalde con los bajeles inmediatos al San Martín, se apartaron los enemigos, volviendo sobre éste, que caminaba solo, con su vanguardia;  pero, a su vez, volvieron Recalde, Leyva, el marqués de Peñafiel y Oquendo. Pasada la mayor furia, «el enemigo (dice Vanegas) huyó luego con toda la fuerza de vela que pudo; siguiósele un poco, y viendo ser por demás alcanzarlos, tiró nuestra Real una pieza a recoger».

Duró la escaramuza más de tres horas, hasta las cinco de la tarde. Un testigo presencial escribe: «Este día se acabó de ver que era imposible abordar no queriendo el enemigo, pues tuvo tan buena ocasión de embestir a sola la capitana. También se vió este día la ventaja que nos tenían, no llegando a las manos, por la diligencia de sus navíos y tenerlos mejor artillados que nosotros». Y el referido capitán Vanegas: «Al principio de esta escaramuza huyeron once navíos del enemigo, los cuales se apartaron de su armada, yéndose también ella alargándose de la nuestra, porque de nuestra parte se hacía fuerza de cerrar con ella». Y añade: «En esta escaramuza mataron de nuestra Real (del galeón San Martín) dos soldados, y de nuestra Armada, como cincuenta personas, y nos hirieron sesenta. Tiró nuestra capitana este día ciento y veinte piezas, de las cuales debieron de dar muchas dellas en los navíos enemigos, y a ella la dieron más de cincuenta cañonazos, rompiéndola el estandarte por dos partes y una de las trincas y mucha jarcia, y en el cuerpo del navío (Vanegas iba a bordo) la dieron muchos de ellos, de que hacía mucha agua. Remedióse con dos buzos que en la Real había, que tomaron el agua y pusieron planchas de plomo donde fué menester». Y termina: «Tiráronse de ambas Armadas más de cinco mil balas, viéndose dar de los nuestros muchos cañonazos a los navíos enemigos, y ansí debieron de recibir mucho daño».

Las pérdidas de los ingleses no se supieron nunca. Sólo confesaron el hundimiento de la zabra Plaisir, de 50 toneladas, cuyo capitán, Cock, murió, y el incendio del buque The Swallow, de Richard Hawkins, que lograron, dicen, apagar.

El gasto de pólvora y balas fué en verdad extraordinario por las dos partes. El cañoneo se oía desde lejos como un fragor terrible de tempestad, que tuvo llenas de angustia y espanto a las gentes de la costa. Pero fué más el ruido que las nueces. Los ingleses, por no dejarse aferrar, dispararon

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La Armada, en su refriega con la flota inglesa, a la altura de la isla de Wight, en dirección a los Estrechos.
La Armada, en su refriega con la flota inglesa, a la altura de la isla de Wight, en dirección a los Estrechos.
Arriba: miniaturas de Forbisher y Hawkins.
(Grabado de John Pine, según H. Gravelot. 1739.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. núm. 4.994.)

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a menudo desde demasiada distancia, derrochando ineficazmente mucha pólvora que en seguida hubieron menester.

El miércoles, día 3, al salir el sol, la escuadra enemiga, con mayor número de navíos, apareció, como de costumbre, hostigando nuestra retaguardia, de nuevo a cargo de Martínez de Recalde, reparado ya su galeón. Hiciéronle rostro las galeazas. Imprudentemente se acercó el Ark Royal, y creyóse que, más confiados los ingleses, iríase al abordaje; pero una de las galeazas le disparó tan certero cañonazo, que le desaparejó y echóle abajo la entena del palo mayor. Acudieron Recalde y don Alonso de Leyva con los demás bajeles de retaguardia, esperando apresar la nave de Lord Howard. El momento fué de mucho peligro. Los ingleses vieron venírseles encima los poderosos castillos de los galeones; «pero en aquel mismo instante (dice un testigo presencial) comenzó a refrescar el viento, y aprovechándose de ello el Almirante enemigo, se desembarazó de nuestros navíos y desapareció en el horizonte» (1). Otro escribe: «Viró huyendo, y se entendió que había recibido mucho daño» (2). Como en el día precedente, corrió en abundancia la pólvora y balas. Nuestra almiranta tiró ciento treinta golpes de cañón, y entre ambas escuadras cruzáronse más de cinco mil proyectiles. Tuvimos sesenta muertos y setenta heridos. Los ingleses tendrían muchos más, aunque nunca se supieron.

A la tarde, el Duque se halló con la Armada en las aguas de la isla de Wight. La flota enemiga ve con sobresalto que la imponente mole, a pesar de las escaramuzas, sigue avanzando a lo largo del Canal y no hay modo de detenerla. La situación es tanto más crítica, cuanto que los ingleses no tienen ya pólvora, y se ven obligados a desguarnecer de hombres a sus bajeles para ir en busca de municiones a los castillos costeros. Al anochecer, nuestros vigías contaron ciento veinte velas. La Armada amainó parte de las suyas, y púsose a la trinca con las restantes, esperando al enemigo; pero éste, al verlo, amainó igualmente y se puso de mar en través, «porque su intento (vuelve a decir el capitán Vanegas) sólo era impedirnos nuestro camino, o que en este tiempo nos diese algún temporal que nos desbaratase, o que pasase el poco tiempo que nos quedaba del verano».

El Duque había ido comunicando a Alejandro Farnesio lo que adelantaba la marcha, y volvía a anunciarle su intención de ocupar el fondeadero de la isla de Wight, excelente base de operaciones una vez reunidos.

Al dia siguiente, jueves, 4 de Agosto, la suerte fué también contraria a la flota de la Reina. Luego de haber permanecido cuatro horas aderezándose, en completa inacción, mientras la Armada, impertérritamente,

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La Armada española avanzando imponente por el Canal.
La Armada española avanzando imponente por el Canal.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5.349.)

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proseguía avanzando, recibidas pólvora y balas de los castillos de la costa, que quedaron indefensos, los ingleses, cargaron, según su costumbre, contra algunas naves rezagadas, cañoneando con dureza, agrupados en cuatro columnas, a la urca Santa Ana y a un galeón de Portugal. A una y otro tuviéronlos cercados. Acudieron las pesadas galeazas y recibieron una lluvia de proyectiles; pero se presentó Recalde con la retaguardia y otros galeones por el meridiano de la isla de Wight, cerca de la costa, y cambiaron de tal modo la situación, que obligaron al enemigo a aproximarse más que en la fecha precedente, como se deseaba. Era aquel día la festividad de Santo Domingo de Guzmán, de la devoción y familia del Duque, y decidió combatir a fondo. Sacóse el estandarte real y todas las banderas y flámulas, y trabóse en la retaguardia reciamente la escaramuza. El viento, hasta entonces del Sursudoeste, rodó al Oesudoeste, con ventaja para nuestros galeones.

Venían los enemigos, ya muy mermados sus polvorines, resueltos, al parecer, a jugarse el todo por el todo; y en los nuestros, una vez más, creyóse llegado el ansiado momento del abordaje, del que esperaban la victoria. Cargaron los ingleses sobre el San Martín, acercándose y tirando sus navíos muchas piezas gruesas de la cubierta más baja, que le cortaron la trinca del árbol mayor y mataron algunos soldados. Era la hora deseada. El maestre de campo don Agustín Mejía, con el galeón San Luis; los navíos de Recalde, Oquendo, don Diego Enríquez y otros buques, acometieron tan impetuosamente, tratando de apresar a Lord Howard, que el Ark Royal (los ingleses dicen que era el Triumph de Forbisher) quedó medio destruído y sin gobierno y algo a sotavento de la Armada. Fué apartándose el enemigo; pero volvió a cargar nuestra capitana, Recalde, el San Juan de Sicilia, la capitana de los galeones de Castilla, el Grangrin y demás barcos nuestros, llevando a barlovento la flota de Howard. Ésta iba haciendo espaldas al Ark Royal, tan inservible, que lo remolcaban cuatro lanchas; quitó el estandarte y la artillería y pidió socorro. Estaba ya casi a tiro de arcabuz. Para auxiliarlo, forzosamente hubieran tenido los ingleses que llegar al costado y ofrecerse al abordaje. Mas el Duque, por su indecisión, dejó de perseguirlo, perdiendo tercera vez la ocasión de la victoria. Difirióse, al decir de Cabrera, «porque el enemigo no se atracaba para combatir, escaramuzando y huyendo por la mayor ligereza de sus navíos» (1); y al decir del Duque, porque estando en aquel punto, empezó a soplar el Sudoeste, y la flota enemiga «volvió a cobrar el puesto de barlovento» y alargóse, dejando las lanchas (2). Vanegas escribe que nos quitaron de las

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El Golden Lion, barco dé la escuadra inglesa, mandado por Thomas Howard.
El Golden Lion, barco dé la escuadra inglesa, mandado por Thomas Howard.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 1.091.)

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manos el Ark Royal con tanta presteza, «que fué cosa de admiración». Y añade: «Se nos alargaron con mucha pena nuestra, por no tener tan buenos pies como ellos» (1).

Medina Sidonia, en resolución, viendo, o creyendo ver, que no era de provecho ya la carga, proseguida durante cuatro horas, y que se encontraba en la isla de Wight, tiró un cañonazo, recogió su Armada en buen orden y continuó su viaje, dejando a unas dos millas de la retaguardia al enemigo. No tomó, con sus irresoluciones y dudas, el fondeadero de la isla de Wight, como prometiera y como le había ordenado el Rey, y despachó a Dunquerque al capitán Pedro de León, para notificar a Alejandro Farnesio el paraje en que estaba y la conveniencia de salir a juntarse con la Armada a la mayor brevedad posible. Hasta entonces todo iba favorablemente.

Aquel día, en que dió a don Diego Enríquez, hijo de virrey del Perú, el cargo de la escuadra de don Pedro de Valdés, cruzáronse entre ambas flotas sobre tres mil disparos. Tuvo la nuestra cincuenta muertos y como setenta heridos. Tampoco esta vez revelaron los ingleses sus pérdidas. Jactáronse de haber capturado la urca Santa Ana, mas no fué cierto. Por ninguna parte hubo bajas de navíos, y las graves averías del Ark Royal (o del Triumph, según pretenden) debieron de arreglarse pronto.

El viernes, día 5, amaneció calma. La flota inglesa seguía como a dos millas a retaguardia de la española, sin disparar un solo cañonazo, por no gastar en salvas la poca munición de que dispone. No sopla viento alguno, y la mar se halla quieta. Las dos escuadras permanecen todo el día a la vista la una de la otra, y se les incorporan los navíos apartados. Los ingleses, viendo a la Armada proseguir su camino, redoblan su inquietud y corren la alarma por toda la costa, pidiendo refuerzos, municiones y víveres, que reciben al fin. En tanto, el Duque despachó a Dunquerque, sobre una falúa, al piloto Domingo Ochoa, para que Alejandro Farnesio le enviase balas de cuatro, seis y diez libras, por haber gastado muchas en las escaramuzas de los días precedentes. Llevaba asimismo el encargo de que el de Parma le remitiera en seguida cuarenta filibotes (2), para probar si con ellos, por ser embarcaciones tan ligeras, se podía trabar con el enemigo, y que, a la par, representase a Farnesio el riesgo que corría la Armada, de no reunirse prontamente con él cuando se pusiera a vista de Dunquerque. La actitud remisa del Príncipe daba ya que pensar. Medina Sidonia (lo

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La Armada española a la altura de Dungeness, promontorio de la costa Sur de Kent.
La Armada española a la altura de Dungeness, promontorio de la costa Sur de Kent.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5.350.)

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consigna en su Diario) iba con mucho cuidado, sospechando que no estaba aprestado ni en Dunquerque, pues don Rodrigo Tello, partido de la Armada el 29 de Julio, no había vuelto, ni ningún otro. Al ponerse el sol, alzóse un poco de viento favorable, y el Duque, indeciso y seguramente disgustado por la dejadez del de Parma (no le achaquemos todas las culpas a un hombre que aborrecía la guerra y no entendía de navegar), sin saber qué hacer, mudó de su propósito sobre la isla de Wight y dió orden a la Armada de continuar su camino directamente a Calais.

Al amanecer del sábado, 6, las dos escuadras se hallaron a poco más de tiro de cañón; pero los ingleses no se atrevieron a hostilizar, por tener los españoles viento en popa y recogida la retaguardia con muy buen orden. Navegaron así hasta las diez de la mañana, a cuya hora descubrióse Boulogne, en la costa francesa. El Duque, entonces, reunió su Consejo para tomar la mejor determinación. A su juicio, debía fondearse en Calais. No lo compartieron muchos de los generales, y Miguel de Oquendo «fué de parecer que allí no se diese fondo en ninguna manera, porque decía por cierto que, dándose allí fondo, nos habíamos de perder» (1). No aprovechó de nada. La flota siguió su ruta, navegando la vuelta de la rada de Calais (2), y se introdujo en ella, como el ratón en la trampa, a las cuatro de la tarde, en vez de continuar su rumbo hacia Dunquerque. Una hora después ancoró allí toda la Armada.

A este propósito escribe Cabrera de Córdoba razonablemente: «Hubo diversos pareceres sobre que no se ancorase en aquel derecho, sino en Margat, como se había determinado, inclinando los demás pareceres a que se pasase adelante. El Duque, entendido de los pilotos que traía consigo, que, si de allí pasaba, las corrientes le forzaban a salir del Canal al mar del Norte, se resolvió, a las seis de la tarde, de ancorar frontero de Calés (3), siete leguas de Dunquerque, donde podía el duque de Parma juntarse con ellos; y debíalo excusar hasta que supiera no tenía intento de embarcarse, ni pudiera teniéndole, según estaba desapercibida la armada en más de quince días, después que la de España dió fondo en Calés; y así, con tantos avisos de los parajes del de Medina, no se movió, ni el de Rentin, general

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La Armada española en la rada de Calais.
La Armada española en la rada de Calais.
(Grabado de M. Collin.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5,211.)

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de la armada, estando en Brujas, catorce leguas de tierra adentro, sino, como si los avisos fueran falsos, no se movieron hasta que llegó el secretario del de Medina desde Calés a Brujas, y refiriéndole dónde se hallaba, respondió: «Pues ¿qué puedo yo hacer más de salir de aquí?»; debiendo tener más cuidado en lo que tanto importaba a la cristiandad, pues una negligencia perdía la ocasión que se había de granjear con la diligencia» (1).

Forneron, arrimando el ascua a su sardina francesa, escribe que, fatigada la flota del Duque (no era verdad), se dirigió a Farnesio, no teniendo siquiera fuerzas para acogerse cerca de él, y refugióse bajo los cañones franceses. Sin perjuicio de decir pocos renglones después: «La superioridad material de la Armada es tan abrumadora, que no le causan inquietud los doscientos barcos que se agitan en lontananza». O bien: «la Armada española no ha perdido más que tres barcos (2), puede reparar sus averías y proveerse de municiones en la rada de Calais» (3).

Esto ya es más sensato. Porque la flota enemiga no ha podido detenerla, ni la ha hecho frente, ni otra cosa que escaramuzar, desde lejos, con la retaguardia. Es un rabo que sigue a la Armada donde ésta quiere llevarle, la cual no tiene otro designio que unirse con las fuerzas de Farnesio para caer entonces en avalancha sobre Inglaterra.

Luego de ancorar, con dos anclas por el ímpetu de las mareas en Calais, el Duque envió al capitán Heredia a cumplimentar al gobernador, M. Gourdan. Explicóle la causa de fondear allí, y el gobernador de la plaza respondió a Medina Sidonia que fuese muy bien venido su señoría y que estaba a su servicio y al del Rey don Felipe.

Por la tarde, viéronse salir del puerto de Dover hasta treinta y seis bajeles, entre ellos cinco galeones gruesos, que se juntaron con los demás de la Reina. El Duque apunta en su Diario «que se entendió era la banda que Juan Acles (Hawkins) tenía a su cargo». Tratábase de las fuerzas de Lord Henry Seymour y William Winter, que cruzaron a la vista de Dunquerque. Unidos a su flota, el almirante Howard y Francisco Drake, fondeados también hacia el Sudoeste, a una legua de la Armada, y, naturalmente a barlovento, distribuyeron sus navíos colocando una parte entre Dover y Sandwitch.

Aquel día, pues, no se escaramuzó tampoco. Los ingleses, que debían de ignorar la inacción de Alejandro Farnesio, estaban llenos de angustia, sin acertar a explicarse el haber ancorado el Duque en rada tan peligrosa.

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El White Bear, barco de la escuadra inglesa, mandado por Lord Sheffield.
El White Bear, barco de la escuadra inglesa, mandado por Lord Sheffield.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 1.053.)

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Recelosos, mantuviéronse a mayor distancia que nunca. Y no viendo en la decisión del Duque la torpeza de introducirse allí, sospecharon alguna maniobra en connivencia con Farnesio, y planearon el modo, sin comprometerse, de hacer alejarse a la Armada. Cerca de allí, sobre Dunquerque, a observar los acontecimientos, pero medrosa, estaba la escuadra holandesa de Justino de Nassau. De manera que el Duque hallóse entre dos flotas de doscientos treinta navíos, con la mayor tranquilidad, aunque no ignoraba el riesgo de permanecer en aquellos parajes. Así lo hizo saber aquella noche al de Parma, enviándole a su propio secretario Arceo, para darle prisa y comunicarle el sitio en que había fondeado.

Por fin, el domingo, día 7, tras nueve de ausencia, llegó al amanecer, desde Dunquerque, el capitán don Rodrigo Tello. Traía la desconsoladora nueva de que Alejandro Farnesio, a quien había visitado, se encontraba en Brujas, sin haber prevenido nada, ni comenzado a embarcar la gente, ni dispuesto las municiones. Por la mañana, el gobernador de Calais envió a un sobrino suyo a visitar al Duque con un gran presente de refrescos y el prudentísimo aviso de que el paraje en que había ancorado era sumamente peligroso para detenerse allí, por ser muy grandes las travesías y corrientes de aquel canal. Medina Sidonia, viendo la excelente acogida del gobernador francés, en vez de seguir sus consejos y abandonar la rada, envió a Calais a comprar vituallas al proveedor Bernabé de Pedroso, en compañía del pagador Juan de Huerta. Y por la noche, todavía no desengañado de la dejadez de Farnesio, le mandó al veedor general don Jorge Manrique, «para que le hiciese instancia y apresurase el salir». Pero he aquí, poco después, llegar un aviso del secretario Arceo, desde Dunquerque, comunicándole «cómo el de Parma (son palabras del propio Diario de Medina Sidonia) aún no había llegado allí, y que las municiones estaban por embarcar, y que le parecía imposible hacer todo en quince días».

Perspectiva desalentadora y tremendo mensaje, que al menos experto jefe le hubiera bastado para levar anclas acto seguido, mayormente al observar que el adversario, a la hora del véspero, recibía nueve bajeles sospechosos, y con ellos y otros veintiséis, se acercaba más a tierra. No pasó inadvertido que alguna sorpresa tramaba. Recordóse (el suceso era reciente) a Gianivelli y la máquina infernal del sitio de Amberes, y tomáronse precauciones. Se comisionó al capitán Serrano para que, cogiendo una pinaza, con ancla y calabrote, saliera a barlovento, y si el enemigo echaba algún bajel de fuego, lo remolcase y apartara a tierra. Todos los galeones fueron advertidos de estar al cuidado y con los bateles en el agua.

En efecto, pasada la media noche y antes de salir la luna, se vieron encender dos fuegos en la flota inglesa, después aumentados a ocho. Eran ocho navíos ardiendo, con las velas mareadas, viento y corriente en su

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La Armada en Calais.—Los brulotes lanzados contra ella y movimiento hacia el Norte.
La Armada en Calais.—Los brulotes lanzados contra ella y movimiento hacia el Norte.
Arriba: miniatura de la reina Isabel y anverso y reverso de una medalla. En medio: miniatura de Sixto V.
Abajo: miniaturas de Felipe II y Alejandro Farnesio; y, entre ellas, el pasquín latino de Roma y su versión al inglés.
(Grabado de John Pine, según H. Gravelot. 1739.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. núm. 4.995.)

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favor, remolcados por chalupas, que venían derechos a la Armada. Tres de ellos eran muy grandes, y los otros, más chicos. Viendo Medina Sidonia que iban acercándose, y como nuestros bajeles no los estorbaban, temiendo trajesen minas, ordenó desancorar, para apartarse del rumbo de aquellos brulotes, y que, pasados los fuegos, la Armada recobrase su lugar. Miguel de Oquendo aconsejó (según el P. Jerónimo de la Torre) «que no se desamarrasen las naos, sino que fuesen ocho o nueve barcas o chalupas de las nuestras, y con unos garfios de hierro, cogiese cada uno su barca y la echase en tierra, o que nos fuéramos descargando sobre ellas, pues estábamos junto a ellos, y así, o viniéramos a abordar, o las echáramos de su puesto y diéramos nosotros fondo y los hiciéramos andar toda la noche desparramados, como lo anduvimos nosotros, pero no se hizo así, sino que turbados y llenos de grandísimo temor de ver aquel fuego y pensando que había de hacer algún gran daño como el de Flandes, anduvimos toda la noche unos por acá y otros por allá; tanto, que le rogaban al Duque que se saliese del galeón y se fuese a Calés».

Este fraile, excelentísimo religioso, debió de pasar mucho miedo, y lo atribuyó a los demás. Su carta abunda en inexactitudes. No es de creer, a no tratarse de pobres remeros o infelices forzados, que aquellos guerreros, curtidos en cien campañas, los mismos que hacían temblar la tierra con sus mosquetes, fueran a asustarse hasta tal extremo de ocho brulotes. Pienso, como Cabrera de Córdoba, que «por esto, frailes no son buenos para historiadores sino de sus religiones». Pero de la presencia y efecto de los brulotes se ha forjado el cuadro pavoroso, adornado con los tonos más sombríos, de una tardía leyenda: el resplandor espantable de las ocho fogatas en medio de la noche y del mar. «Un terror pánico embarga todos los ánimos», escribe Forneron. Y añade: «Luego al punto corren todos a las cuerdas y a los remos, córtanse los cables a hachazos; se dejan las anclas en la rada, chocan unos con otros, y arrostran de nuevo la escuadra inglesa» (1).

Lo sucedido no fué a causa del terror de los brulotes, sino de la impericia de Medina Sidonia. La maniobra por él dispuesta era imposible realizarse ordenadamente, no ya de noche, pero ni aun de día, agrupado tan enorme número de naves y empujando tan fuerte la corriente y el viento. De por fuerza había de chocar algún bajel, y muchos esparcirse. Y de maravilla se conservaron. Sin la marea, no hubiera ocurrido nada. Los brulotes no produjeron directamente daño alguno. Pasaron y extinguiéronse en la playa. Pero a costa de ocho barcos, los ingleses dispersaron nuestra flota. «Fuéles la fortuna tan favorable (dice un testigo), que les salió su

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Los brulotes lanzados contra la Armada.
Los brulotes lanzados contra la Armada.
(Cuadro al óleo, de autor desconocido.—Procedente de la Casa de la Reina.
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. número 3.039.)

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industria como pensaron, pues nos desalojaron con ocho navíos, lo que no pudieron ni se atrevieron a hacer con 130» (1).

El Duque recoge en su Diario las consecuencias inmediatas: «La galeaza capitana (escribe), por apartarse de un bajel, barluó con San Juan de Sicilia, y se desaparejó de manera, que aunque la capitana y algunos bajeles de los que estaban junto a ella tornaron a ancorar, tirando una pieza, no la oyeron, y así, anduvieron llevándoles la corriente hacia Dunquerque.»

Otro día, en fin, y van ya tres, en que tampoco se escaramuzó. Empero la Armada está dispersa y el enemigo procurará ganarle el barlovento. Y, dividida, aprovechar la única ocasión de combatirla que se le ofrece. Sólo le queda pólvora para otra vez, y ha de buscar el empleo ventajoso de su último tiro. Sus tripulaciones no pueden más. Vienen alimentándose con pescado infecto, cerveza pasada y harina en malas condiciones. Y para remate, se ha declarado una epidemia a bordo que las aniquila.

El día 8, lunes, pareció desperezarse Farnesio, pues marchó de Brujas a Dunquerque y dió orden de embarque. Todos los correos le llevaban despachos del Rey, a fin de que apresurase su salida. A regañadientes, dijérase, lo hizo, como quiera que la expedición no se llevaba a cabo conforme a sus deseos, encaminados a comenzar por la sumisión de Holanda. Dió mucho que hablar en las cortes de Europa su actitud remisa, y no faltaron suspicaces insinuando inteligencias o tratos con Isabel de Inglaterra. Rechazó, ciertamente, estas calumnias y nunca le faltó el favor del Rey; pero don Felipe, sin embargo, o por instinto o por recelo, no se hizo muchas ilusiones sobre la cooperación de su sobrino y del ejército de Flandes. Embarcó a toda prisa unos catorce mil hombres, que marchaban alborozados, pensando satisfacer en Inglaterra (según Cabrera de Córdoba) «su apetito con los anguelotes y escudos de la rosa de la isla» (2). Pero los barcos hallábanse en su mayoría por calafatear, sin municiones, sin bastimentos y sin velas. Con gran trabajo pasó de Newport a Dunquerque y apenas hizo sino acercarse algo a la Armada, la cual, para entrar en Calais, en vez de detenerse en la isla de Wight o en el cabo de Margat, no barrió como debiera la escuadra holandesa de Nassau, que tenía cerrados aquellos dos puertos.

Al amanecer de este día vió Medina Sidonia a su Armada muy adelante y en dispersión hacia Gravelinas. No tenía al lado sino dos galeones y algún que otro patache, mientras los ingleses venían a todas velas. Un general entendido, al verse en situación tan desfavorable, hubiera levado inmediatamente, e impelido por el viento y la marea, se habría

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La Armada española a la altura de Dover. Combate falseado.
La Armada española a la altura de Dover. Combate falseado.
(Grabado de C. J. Visscher.—National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10, núm. 5.310.)

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apresurado a reunir sus galeones sobre el más a sotavento; pero como no sabía que lo urgente era la agrupación, dejóse guiar (o a lo menos a ellos les echó la culpa) de unos pilotos flamencos, y con el peligro próximo encima, sólo pensó en librarse del más lejano, los bancos de Flandes. Así, aunque desancoró para recoger la Armada y llevarla a su puesto primitivo, no pudo; porque Lord Howard, al ver la Armada dispersa y soplar el viento al Noroeste, que es la travesía de la costa, se le anticipó, y, con la mayor prisa, cargó sobre él en columnas compactas con 136 bajeles a favor del reflujo. El Duque entonces, estando a retaguardia y viendo, según dice, «que si arribaba a recogerse con su Armada la perdería, por ir ya muy cerca de los bancos de Dunquerque», determinó, a trueque de salvarla, hacer rostro a toda la flota del enemigo, enviando aviso a la suya, con pataches, que se detuviese a orza. Indudablemente, fué un rasgo de extraordinaria valentía, rayano en la temeridad. Pero era lo que aguardaba el inglés, sorprender dividida a la Armada española, que, para ese fin, había sacrificado los ocho buques ardiendo, la noche anterior.

Así, con inmensa superioridad, el Ark Royal cargó sobre el San Martín, seguido de casi toda la escuadra inglesa, que atacó primeramente a los otros dos galeones aislados, donde se batió con bravura el San Marcos del marqués de Peñafiel, y después a los demás que acudieron en socorro del San Martín y lograron alcanzar sus aguas. Y como sólamente podían conseguirlo dando más o menos bordos, eran acosados siempre por fuerzas numerosísimas. Durante mucho tiempo, once bajeles de nuestra Armada sufrieron el fuego de un centenar de naves enemigas. Llegóse a emplear la arcabucería y la mosquetería. Y ni con todo lograron los ingleses abordar a ningún navío español, ni aun de los aislados, ni menos rendirle. Allí escribió nuestra Marina una de sus páginas más gloriosas, pues con sólo cuarenta buques resistió gallardamente a todas las fuerzas de Lord Howard, reforzadas por un escuadrón de treinta y nueve bajeles a las órdenes de Seymour.

Se prolongó la pelea hasta las tres de la tarde, hora en que el resto de nuestra Armada pudo salir de los bancos, con cuya aproximación retiráronse los ingleses, siempre temerosos de aquellos castillos flotantes y sin comprometerse nunca, a pesar de haber sido aquella la única ocasión en que pudieron hacerlo.

La galeaza San Lorenzo de don Hugo de Moncada se vió en la imposibilidad de seguir al Duque. Chocó la noche precedente con la nave de Leyva, y emprendió la vuelta de Calais, donde, a causa de habérsele salido el timón de la aguja y el másculo de la femenella, encalló, arrastrada por el viento y la corriente, a la entrada del puerto. Quedó, así, tendida. Siguiéronla el Ark Royal y el Margaret and Jones, y la cañonearon a mansalva. -[318]- Acostada, no pudo hacer uso de la artillería. Don Hugo mandó aviso al gobernador, pidiéndole asilo bajo los cañones de su plaza, en tanto reparaba las averías. Los forzados ganaron la playa, al acercarse el enemigo; pero don Hugo quedó a bordo, defendiéndose valerosamente con otros caballeros, donde recibió la muerte de un arcabuzazo. «Los ingleses (dice Forneron) caen sobre la encallada nave, y comienzan a saquear sus riquezas; pero M. Gourdan, gobernador de Calais, recoge a los náufragos y envía una chalupa a proteger al San Lorenzo, que toca el suelo francés. La chalupa llega en el momento en que dan con las arcas del dinero los ingleses, los cuales rechazan a los marinos franceses y los arrojan al mar. Una descarga de las baterías de la plaza les obliga a abandonar sin dilación la presa». Pero, siempre corsarios, se llevan prisioneros a los capitanes Mendoza, Solórzano y Loaisa para negociar su rescate, como si fueran cristianos cogidos por los turcos en aguas de Argel. La artillería y pertrechos de la galeaza volvieron a España tiempo adelante.

En la acción de aquel día, que virtualmente fué la última, distinguieronse Leyva, Recalde, la capitana de Oquendo, todos los bajeles de los maestres de campo castellanos y portugueses, la capitana de Diego Flores, la de Bertendona, el galeón San Juan, de don Diego Enríquez, y el San Juan de Sicilia de Diego Téllez Enríquez. Fueron los barcos que sustentaron todo lo posible la carga del enemigo, y por ello quedaron «muy mal parados (según el Diario del Duque) y casi sin poder hacer más resistencia, y los más ya sin balas que tirar».

También se distinguió don Francisco de Toledo, cerrando por la retaguardia con los enemigos. Procuró abordarles; pero lo cañonearon mucho, hasta que Recalde y don Agustín Mejía lo sacaron de la apretura. Acto seguido, sus galeones volvieron sobre los ingleses, juntamente con el de don Alonso de Luzón, el Santa María de Begoña, de Garibay, y otra vez el San Juan de Sicilia. Llegaron casi a abordarlos, sin aferrar, que lo evitaban los contrarios siempre. Ellos combatían con la artillería; y los nuestros, con la arcabucería y mosquetería, sin punto de reposo. Los ingleses quemaban su último cartucho. En este momento, Forneron escribe: «La sangre de los remeros corre por los bancos. Los españoles de la aguerrida infantería piden un abordaje. —«¡Cobardes, gritaban a los ingleses, gallinas luteranas, venid a las manos con nosotros!»

Y hubieran tenido que venir, de continuarse la acción, porque no les quedaba ni un barril de pólvora, y a no ser por los 200 hallados en el galeón de don Pedro de Valdés, les fuera forzoso volverse días antes a Inglaterra. Pero era pedir gollerías venir a las manos.

Por la naturaleza misma del combate (que hasta entonces todo fueron escaramuzas), muchos de los navíos, así ingleses como españoles, quedaron -[319]- sumamente desbaratados. El San Martín, que aguantó la carga más furiosa, recibió varios cañonazos a flor de agua. Ciento siete le tocaron en el casco y aparejo. Tuvo doce muertos y veinte heridos. Asimismo sufrieron graves averías los galeones y naos San Marcos, San Juan, San Juan de Sicilia y Nuestra Señora de Begoña, que combatieron más adentro. Pero los más destrozados fueron el San Mateo, el San Felipe y la nao vizcaína María Juan, del cargo de Recalde. «Quedaron todos deshechos (dice el Duque), y sin poder ser de provecho, habiéndoles muerto y herido casi toda la gente, aunque el de D. Diego Téllez Enríquez quedó para poder seguirnos muy malparado». En el San Mateo murieron don Felipe de Córdoba, hijo de don Diego de Córdoba, caballerizo mayor de Su Majestad, cuya pérdida deplorará Cervantes en la Canción que luego veremos; don Pedro de Mendoza y 30 soldados. Mandaba el San Mateo don Diego Pimentel, y el San Felipe, don Francisco de Toledo. Ordenó el Duque, pues se hallaban acribillados a balazos, sacaran de uno y otro toda la gente varios pataches. Don Diego se negó a abandonar el San Mateo, pidió un piloto y un buzo; pero, por la mucha mar, no pudieron llegar hasta él, y, esforzándose por mantenerlo a flote y alcanzar la costa, navegó hacia Zelanda, donde cayeron sobre él no los ingleses, sino treinta naves de la escuadra holandesa de Nassau. Por espacio de seis horas y aunque desaparejado, sin jarcias y sin velas, luchó con heroísmo contra todos, sucumbiendo gloriosamente.

El San Felipe sufrió otra fortuna. Don Francisco de Toledo, no obstante también su mal estado, logró llegar con él a la boca de Newport y desembarcó con su gente. Rogó allí a Alejandro Farnesio salvara la artillería (48 piezas de bronce muy buenas) y los pertrechos de valor. Pero estando haciéndolo, la misma escuadra holandesa apoderóse de él, llevándolo a Flessinguen. Hallaron en las bodegas muchos toneles de vino, unos dicen que de Canarias, otros que de Rivadabia. Chusma con fama de borrachos, trescientos holandeses comenzaron a beber sin tasa. Mientras el vino llenaba sus estómagos, el agua penetraba por los agujeros de las averías. Y en medio de una imponente bacanal, el buque dió a la banda y con él se hundieron los trescientos beodos.

Perdió, pues, en conjunto, la Armada tres solos barcos, ninguno en combate (la urca Doncella niega Medina Sidonia que se hundiese) y unos 600 muertos y 800 heridos, pérdidas insignificantes, atendido el contra tiempo de la división de la flota, que pudo acarrear su completa destrucción, a no ser por el heroísmo de los españoles y la prudencia en no aventurarse de los britanos. Las bajas de éstos ignoraronse siempre, pues sólo confesaron haberse ido a fondo un galeón pequeño. Empero debieron de tener grandes pérdidas.

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La Armada Española.—Combate en el Canal. A la izquierda, el galeón San Martín. A la derecha, el Ark Royal.
La Armada Española.—Combate en el Canal. A la izquierda, el galeón San Martín. A la derecha, el Ark Royal.
(Cuadro al óleo, de autor desconocido.—Procedente de la Casa de la Reina.
National Maritime Museum, Greenwich, S. E. 10. número 3.198.)

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El Duque resume la jornada de Gravelinas en su Diario, diciendo que «deseó este día volver con toda el Armada sobre el enemigo, por no salir de la Canal». Y agrega: « Los pilotos le dijeron que era imposible, porque tenían la mareta (1) y el viento contrario en el Noroeste, travesía en aquella costa, y que era forzoso salir al mar del Norte, o dar con toda el Armada en los bancos; y así, no se pudo excusar en ninguna manera la salida de la Canal, quedando casi todos los bajeles nuestros de confianza muy malparados y sin poder hacer resistencia, así por los cañonazos que habían recibido, como por no tener ya balas de artillería con que tirar».

Siempre procuraba justificarse, para eludir todo género de responsabilidades por su incompetencia, de la cual ciertamente no tenía culpa. Y unas veces se escudaba en el dictamen de los pilotos, y otras en los consejos de Diego Flores de Valdés.

La expedición contra Inglaterra debía comenzar prácticamente ahora, en que Farnesio había de unirse con el Duque, y juntos expugnar aquel país. Hasta el momento, la jornada no pasó de un viaje sin otro propósito que la agrupación de fuerzas. Y sin embargo, antes de que la guerra diera verdaderamente principio, tocaba a su fin. Ya no se escaramuzó más. La flota inglesa limitóse a contemplar desde lejos, durante cuatro días, la Armada.

Ante una y otra, sin municiones ya ninguna, iba a surgir un elemento más poderoso que ellas mismas.

El martes, día 9, víspera de San Lorenzo, a las dos de la madrugada sopló el viento al Noroeste, seguido de chubascos, con tanta furia, que empujó al San Martín, no obstante estar a orza (2) cuanto le fué posible, hacia la costa de Zelanda, más allá de donde podría esperar se le uniera Alejandro Farnesio, quien al oír la artillería el día anterior, había emplazado sus cañones, prontos a atacar a los ingleses si se aproximaban. El Duque, con todo, procuró entretenerse (3), para entrar en el Canal otra vez. Al romper el alba, fué calmando el viento, y la escuadra enemiga apareció por la popa, a distancia de más de media legua, con sólo ciento nueve navíos. ¿Qué fué de los restantes? El San Martín, ya aderezado por medio de planchas de plomo, quedó de retaguardia con los bajeles de Martínez de Recalde y don Alonso de Leyva, las tres galeazas, el galeón San Marcos y la nao San -[322]- Juan de Diego Flores. Lo demás de la Armada permanecía lejos y muy a sotavento.

Intentando nuevamente aprovecharse de la división, los ingleses avanzaron. hacia el San Martín. La poderosa nave se puso a trinca (1). Atravesáronse las galeazas, y los galeones que estaban de retaguardia aprestáron se a la lucha. El enemigo entonces, a pesar de tener ganado el barlovento, detuvo su marcha y fué quedándose muy atrás. Arreciaban el viento Noroeste y la lluvia. Era una temeridad pasar adelante, sin exponerse a acabar haciéndose pedazos en la costa de Zelanda. El huracán abatía ya a nuestros galeones contra aquellos bajos. Igual sucedería a los ingleses acercándose más. Se espantaron y alejáronse gobernando al Nornordeste (2). La Armada, de no cambiar el viento, iba a segura y completa perdición y destrucción.

El Duque disparó tres cañonazos a la hila (3), para recoger su escuadra, y envió un piloto, en un patache, a avisar a los galeones delanteros que se tuviesen a orza, porque estaban muy cerca de los bancos de Zelanda.

El peligro era enorme. Según los pilotos, no había salvación posible, porque jamás buques tan grandes osaron aventurarse por aquellos sitios. Por fortuna, y hallándose ya sin remedio y a sólo seis brazas y media de agua, se mudó el viento al Oesudoeste, lo que permitió ir saliendo la Armada al Norte con todas sus naves. Pero la tempestad puede volver del Sur de un momento a otro.

El Duque, en consecuencia, convocó por la tarde a su Consejo de generales para tomar una determinación, atento a estar desaparejados los navíos que hasta entonces habían hecho resistencia y a la escasez de balas de artillería en todos los galeones de importancia. Propuso si sería bien volver al Canal de Inglaterra o regresar a España por el mar del Norte, pues no había aviso de que Alejandro Farnesio pudiera salir tan pronto a reunírseles. «Todos los del Consejo (dice el Duque en su Diario) se resolvieron en que se volviese a la Canal, si el tiempo diese lugar para ello; y si no, que, obedeciendo al tiempo, se volviese por el mar del Norte a España».

Cuéntase que en la entrevista dijo Diego Flores de Valdés que estaban perdidos. Y que el Duque, mirando al bravo Oquendo, milagrosamente salvado de la explosión de su nave, le preguntó: «¿Qué haremos? ¿Somos perdidos?». Y Oquendo, con su recio temple, repuso: «Eso lo dice Diego Flores. A mí deme sólamente Vuestra Excelencia municiones de balas».

Continuó creciendo el viento favorable, y el Duque fué alargándose -[323]- en el mar, seguido de la flota inglesa, que no disparó ningún cañonazo, porque tenía menos balas que la española.

Lo mismo hizo en los días siguientes. Observaba, por lo que pudiera sobrevenir, afectando una fortaleza muy lejos de la realidad, según veremos en seguida. Así, el día 10, miércoles, caminando la Armada con viento Sudoeste fresco y mar gruesa, la fué siguiendo, y a la tarde, amainando la furia de aquél, se fué acercando con intención belicosa. Todo ficción. Disparó el Duque tres piezas, para que la Armada, que iba a todas velas, se amainara y atravesase, aguardando a la retaguardia y al San Martín. Los ingleses, al verlo, y que las galeazas se atravesaban también, junto con los doce mejores bajeles de la Armada, no se atrevieron a disparar un tiro, ni podían. El escuadrón de John Hawkins, aprovechando las sombras de la noche, desapareció. Otros dicen que aquellas fuerzas eran las de Seymour y Winter.

Aquel día dió, por fin, señales de existencia Farnesio, con el oculto designio, sin duda, de servirse de la Armada para sus miras contra los holandeses. En efecto, al saber el estado de ella, despachó un mensajero al Duque, diciéndole (según escribe Cabrera de Córdoba), «que pues había perdido el Canal sin poca esperanza de volver a él, no tomase tan largo y mal siguro viaje para España por el mar del Norte armada tan maltratada como al cierto mostraban los mejores galeones de ella perdidos [no era cierto]; que le inviaría pilotos para que los llevasen a las ciudades libres del Imperio e islas llamadas Hanseáticas, donde sería acoxido y proveído de cuanto menester le fuese para repletar y proveer su armada, o en un puerto desierto, poco más arriba de Enden, que es de ninguno, donde pasaría él en persona al reparo y beneficio della; en aquel invierno harían efectos grandes contra las islas rebeldes y se dispondrían las cosas, en tanto, en España y en Flandes, de manera que la Armada pudiese hacer la jornada contra los ingleses, que ya no podía». Y reflexiona el mismo historiador: «Donde se verifica que el parecer postrero corresponde al primero, y que nunca se ha de cometer empresa a quien la contradixo, no la propuso o no la aprobó» (1).

La proposición era razonable y sensata, pero el Duque, poco amigo de imposiciones, aunque fueran de Farnesio, la rechazó. Aquel príncipe, negligente y remiso, causante de que las cosas hubieran llegado al estado a que nunca debieron llegar, se permitía darle consejos, en vez de habérsele reunido, como le fuera ordenado por el Rey.

El jueves, 11 de Agosto, prosiguió su viaje con el mismo viento. Otra vez, a la tarde, volvió el enemigo. Llevaba ya sólamente setenta bajeles. -[324]- Quiso acercarse, repitiendo el truco. Volvieron a atravesarse las galeazas, aguardó el San Martín, se pararon los ingleses y desaparecieron.

Al día siguiente, 12, la flota de Howard amaneció pegada a la del Duque, que ya caminaba junta y, aunque averiada, tan imponente, a disponer de municiones y bastimentos, como los primeros días. Iba reforzada la retaguardia y todo en el mayor orden. La escuadra de Howard y Drake no osó seguirla siquiera; se fué quedando, tomó el camino de Inglaterra y desapareció definitivamente.

«Todos los demás días (concluye diciendo el Diario del Duque) se ha ido siempre navegando con el mismo viento, hasta salir de la Canal del mar de Noruega, sin ser posible volver a la Canal de Inglaterra, aunque se quisiera, hasta hoy a los 20 de Agosto, que habiendo doblado las islas últimas de Escocia, al Norte, se va navegando con las Nordeste la vuelta de España».

 

Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra
Luis Astrana Marín
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